sábado, 23 de febrero de 2008

Francia 1968

El 31 de diciembre de 1967, salí de Lima en avión por la mañana. El pasaje decía “Buenos Aires-Madrid-Londres”. Eran dos pasajes, el de Luz y el mío. Luz había recibido un dinero de su ex marido. Eran varios miles de dólares. Y me preguntó: ¿Qué te parece que hagamos? No alcanzaba como para comprarse una casa o un departamento (obsesión de casi todos los que como yo yiraban por el planeta), pero sí para pagar una buena cuota inicial, o comprar un auto en buenas condiciones y quedar anclados en algún lugar —¿dónde?— con cuotas para siempre, y así. Entonces propuse: ¿te gustaría ir a Europa? Sí, respondió. Pero primero vamos a Buenos Aires. Y allí pasamos el Año Nuevo. Con mi madre Inés, mi padre Gungui y mis hermanas Cristina y María Inés. Lo que sigue no tiene orden cronológico, sino el impacto en mis emociones, en mis sentidos, en mi memoria.
En Baires estuvimos sólo un mes. Recuerdo la casa de Martín Andrade, un chileno actor que enamoraba a Marucha. Estaba en la calle Balcarce al 700. Era una casona antigua de techos muy altos y amigos bohemios y borrachos y lúcidos y geniales. Se desayunaba en política, se almorzaba en literatura, el mate era de poesía, la comida teatro y sólo se divagaba después de la rigurosa cena mezcla de filosofía y fútbol. El amor lo ocupaba todo.
Martín nos invitó a compartir la casa durante el mes y así lo hicimos. Recuerdo noches y madrugadas del verano citadino tirados en la terraza, adivinando y viendo pasar satélites y estrellas fugaces, compartiendo vino y risas. En la casa de Balcarce conocimos a cantores, escapados, gente de paso y de peso. Fue un mes loco, interminable y pegajoso, como los treintitantos grados del bochorno. La interminable cantidad de habitaciones, culminaba en una conexión con otra casa y, por ésta salida a otra calle. Era como la vida. O como el teatro: tenía una salida falsa. Los 30 días terminaron en una de Chaplin. Cuando hicimos las reservas de pasajes en Aerolíneas, en las oficinas de Perú y Rivadavia, se equivocaron y nos dieron la hora internacional como partida, en vez de la local. Lo pusieron por escrito en los pasajes. Así cuando llegamos a Ezeiza, a las 22:30 hs., el avión se había ido 3 horas antes y el lugar estaba vacío y cerrado. Llamé a Aerolíneas y les pregunté qué pensaban hacer. Después de muchas consultas y algunos minutos de espera, se deshicieron en disculpas y nos invitaron a regresar a la ciudad y alojarnos en el City Hotel (*****), repitucaso y —de Ripley— a sólo 5 cuadras de la casa de Balcarce. Así que en medio del papelón, revolvimos con amigos y parientes despedidores, al centro. Pudimos viajar recién tres días después, con remise y alfombra roja, todo pago por Aerolíneas, así como algunos gastos extras —de tragos para amigos, diarios y otras gollerías— porque dije que estaba contratado por los españoles para actuar y que si esta demora me traía inconvenientes contractuales, los pagaría la aerolínea vía juicio.
Llegamos a Madrid, la ciudad más hermosa que haya conocido y la más fría también. La Gran Vía, La Puerta del Sol, el Museo del Prado, los cuadros de Goya, las tascas y los jereces, los restaurantes con mozos de guantes blancos y mesas de vinos, de postres y entradas (nos favorecía el cambio y por tres dólares comíamos como por veinticinco). Allí nos compramos la versión no expurgada de Las mil y una noches. Allí salimos una vez cerca de las 22 hs., caminamos unas cuadras y el frío nos caló hasta los huesos. A pesar de abrigos, gorros y bufandas regresamos a recostarnos contra los radiadores del hotel para volver a la vida. Allí miré desde las terrazas del Escorial, el valle y los techos y las casas y caminos. Allí vi bailar flamenco en el foie de un teatro, mientras esperábamos ver a Lola Flores, a dos mocosos maravillosos, o cantar hondo —cante jondo— a un despachador de gasolina en las afueras. Allí escuché hablar el idioma más duro y desconocido (parecía ruso o eslavo) que taladraron mis orejas: el portugués europeo. En esos pocos días de buenos hoteles, comidas y ropa españolas, me metí en varias universidades a buscar intelectuales y gente de teatro. Los primeros callaban, los otros no existían. El silencio intelectual de España, era inversamente proporcional a la cantidad de construcciones de edificios y rutas. Parecía que todo se levantaba desde cero, todo nuevo, todo a pasto, para que no quede rastro de la España de antes. La de Lorca y el Quijote. La de Góngora y Picasso. La de la República y la Pepa (así se le decía a la Constitución y por eso: ¡Viva la Pepa!).Sí, no había teatristas independientes en Madrid, y como se me dijo en el departamento de Cultura de una de las universidades: “Aquí de eso —de cultura, de teatro, de contracultura— no hablamos ni queremos hablar, porque no lo necesitamos”. España, febrero de 1968. Otra paradoja: lo bello y el espanto.
Salimos de Madrid, hicimos escala técnica en París y desembarcamos en Londres. El aeropuerto de Londres es inmenso. No bien bajamos, un miembro del Foreign Office se empecinó que yo quería quedarme a vivir allí, y quería que tuviera pasaje de regreso a la Argentina, en avión. Comenzamos un diálogo de sordos. Él en su inglés pelirrojo y con lentes y saco y moñito, y yo con melena al hombro, bigotes chinos, botas y mi argentino mezclado con limeño. Fue imposible. El tipo me quería devolver a las Malvinas y yo le pedía que se rindiera como Beresford en 1806 en Retiro. Trató de revolver mis valijas, abrió todo, me sacó mi agenda y quería llamar a algunos nombres que llevaba anotados para ver si era cierto que yo venía de paso a charlar con Charles Marowitz, el compinche de Peter Brook y Peter Hall (era verdad lo de Marowitz, nos habíamos escrito cartas, pero no nos conocíamos personalmente). Yo me puse loco y lo comencé a putear en glíglico y lanusense (allí, en Lanús viví 14 años y aún soy hincha de ese cuadro de fútbol). A mí me pareció una descortesía total del pelirrojo y se lo hice saber con toda claridad. Luz — Miss Cortesía, en realidad— apelando a su fluidísimo inglés washingtoniano, trato de mil modos de interceder y bajar mis decibeles y volverme los ojos a mis órbitas después de rodar por todo el aeropuerto. Al fin logramos una tregua, después de casi dos horas de forcejeos e insultos. El Pelirrojo fue reemplazado por otro Foreign Office, más tratable, y se me hizo pasar a una habitación para que me calmara, mientras cerraban mis valijas y ponían todo en orden. En ese lugar estaban sentados en el suelo, unos quince o veinte pakistaníes ilegales que, como yo, debían ser devueltos, según el pelirrojo, a su país. Entre ellos había una señora hindú, sentada en el piso y embarazada. Un oficial me trajo una silla para que me sentara y descansara. Yo, argentino y cortés como el cantante, le cedí la silla a la embarazada. Fue como si conectara un cable a diez mil voltios. Los paquistaníes comenzaron a gritar consignas y señalar la silla, la embarazada, a mí, a los aviones y al cuadro de la Reina. Todos a la vez. El desbole fue inmenso. Al rato sacaron a la silla y a mí. Me sellaron el pasaporte y me permitieron entrar al Reino Unido (claro que por sólo treinta días). Fueron menos en realidad. Y voy a dividirlos en tres partes.
1. El encuentro con Marowitz. Charles tenía, en ese momento tres o cuatro años más que yo, es decir unos treinta. Alto, delgado, desprolijo, de pelo negro y enrulado, estaba, cuando fui a verlo por primera vez, empacando sus cosas para salir de Inglaterra. Estaba harto del “establishment”, de no poder hacer el teatro que quería, del poder y el orden logrado por Peter Hall dentro del Royal Theatre, y se iba a al puerto de L’ Havre, donde una comunidad de hippies había comprado un barco y vivirían en comunidad. Y él les haría la mise en scène, y los talleres, y la investigación. No quería seguir siendo un libretista de TV, tal como venía siéndolo desde hacía un tiempo. Hablamos sobre sus experiencias teatrales y las mías. Pero ya tenía la decisión tomada. Me recomendó acercarme a Grotowsky, en Wraclaw, Polonia. Le entusiasmaba el exilio. Pronto muchos de nosotros sabríamos en carne propia su significado. Por ahora, sólo viajábamos como turistas.
2. La soledad. Nos instalamos en una pensión en un barrio de Londres. Era una plazoletita circular, cerca del río. Tomamos esos ómnibus rojos de doble piso. Fuimos al Big Ben. A Picadilly Circus, tomamos cerveza negra en los pubs, descubrimos que la comida tradicional de los ingleses eran todas las combinaciones imaginables de papas fritas con huevos fritos en los Wimpy’s. Caminé por el puerto, seguí a hombres con paraguas y bombín. Entre en joyerías y me probé todo tipo de ropa. En los barrios residenciales, casi no hay negocios. Para fumar, hay que accionar con monedas inglesas unas máquinas que tienen los cigarrillos en diferentes casilleros. Digo con monedas inglesas, pues en 1968 la cosa era así: una libra equivalía 12 chelines, y un chelín, 23 peniques. Así que hacer conversiones rápidas y a oscuras o con argentino en el medio, es cosa de marcianos. Lo usual era pagar libras con libras, chelines con chelines y peniques con peniques. Pero para un argentino esto es imposible de aprender rápido. Así que yo sacaba billetes y monedas de mis bolsillos, abría las manos y dejaba que los ingleses hicieran lo suyo. Descubrí que son más honestos que Mahoma. Pero cada transacción parecía un show de magia. Claro que no todas las monedas y billetes valen lo mismo. Por ejemplo, estaba el sixpenny (que eran seis peniques y servía para los teléfonos y los viajes en subte, tren, etc.) Y así.
También estuve en el Old Vic, tal vez el más viejo teatro londinense. Allí me metí en algunas salas de ensayo, en la biblioteca y hasta en los sótanos, donde comí guiso y sopa con otros actores de pasada. En verdad parecíamos mendigos, comiendo en silencio, mirándonos con recelo y sospecha. Era un mediodía. Recuerdo que Luz ya había viajado a París. No le gustó Londres, y sobre todo nos hizo mal el “smog”. Respirábamos y nos sonaban los bronquios y el pecho llenos de flema. Una noche salí a caminar y la niebla cubrió todo. Las luces de las casas y los pocos negocios hacían todavía más opaca la visión. Sólo en la oscuridad puede verse algo. Caminaba por callecitas húmedas y escuchaba los pasos de los transeúntes ocasionales sin verlos hasta que a pocos pasos de mí, aparecían. Mismo Jack el Destripador. Juro que lo aluciné varias veces. Es solo estar solo. Muy solo. En el Old Vic presencié un espectáculo de mimos impresionante. En uno sólo había varios cubos o toneles en la escena vacía y silenciosa, con luces sólo insinuantes de las formas. De pronto una pompa de jabón sale de uno de ellos. Sola, pequeña. Se levanta y explota. De otro aparece otra. Y luego otra más, Y otra. Silencio. Nada. De atrás, varias pompas grandes. De adelante, muchas chiquititas. Todo en silencio. De golpe comienza a crecer de un tonel una pompa enorme. Cuando comienza a levantarse, de otro aparecen tres chiquititas y explotan. El pompón, titubea, avanza hasta el otro tonel. Sale una chiquitita y se queda junto a la grande, que explota. Silencio. Fueron varios minutos de pompas, colores y silencios. En otra escena aparecen unos hombres vestidos como gnomos. Se desabrochan las braguetas y comienzan a crecerles unos penes enormes. Al cabo de un tiempo a algunos de ellos los penes los superan en tamaño. Comienzan a enfrentarse y golpearse con los penes. Los más grandes imponen respeto y terminan rindiendo a los otros. Algunos acatan, otros no. Se suceden los diálogos de acción, sin palabras. Los penes establecen sus códigos y jerarquías. Se acercan, rechazan, aceptan, yerguen o deslizan. Es una coreografía y una historia de acciones. No necesitas saber inglés, ruso o arameo para entender. Está todo muy claro. Otro día me metí en un cine y vi una película japonesa, doblada al inglés. Era de Masaki Kobayashi: “Kwaidan”. Historias fantásticas y alucinantes. Como mi estadía. Creo que por eso entendí todo. También tomé trenes al tuntún. A veces llegaba a la estación y miraba lo que pedía el de adelante, repetía los sonidos y adelante. Otra vez saqué pasaje a Escocia, Edimburgo, la patria de los Mac Lennan. Estuve sólo unas horas, de día. Vi escoceses, compré un diario, tome cerveza y té. Y me fui. Para siempre.
Los últimos días caminé solo hasta aburrirme. Entonces una mañana, venía yo por una calle céntrica y le puse la mano en el pecho a un muchacho más o menos de mi edad, rubio, con una bolsita de plástico en una mano y libros en la otra. Le dije en mi mezcla de italiano, inglés, lunfardo y español que estaba harto de estar sólo, que quería hablar en serio con alguien, que lo había elegido a él y que no se podía escapar. Me miró primero aterrorizado, luego se relajó, balbuceó algo. Aproveché y lo invité a tomar café. Tomó té. Poco a poco fue perdiendo el miedo al loco argentino que lo asaltó. Lo acompañé a una tintorería, a la biblioteca, a su casa, conocí a sus padres, a sus amigos y amigas. Hice las paces con Albión y me fui a Heathrow, para viajar a París.
3. El vuelo. Era un Comet 4, uno de los primeros jets franceses populares en el mundo. Los asientos eran de tres por lado con pasillo al medio. Yo iba en la ventanilla. Junto a mi, un típico abogado inglés, o algo así. Todo estaba en inglés. Hasta el abogado. Salimos volando bien. El vuelo debe tardar no más de 45 minutos. Levanta, zas y ya estás en París. Era de noche. Faltaban escasos minutos para descender, ya en territorio francés, cuando de golpe se escucha una explosión sorda y todo el interior del avión se llena humo blanco. ¿Cómo creen que es el pánico? ¿Gritos? ¿Saltos? ¿Carreras por sobre los asientos? No. Nada de eso. Todo lo contrario. Todos paralizados, inmóviles. El gringo de al lado, me agarró de la mano y la apretó fuerte, muy fuerte. Yo atiné a mirar por la ventanilla, a ver si había fuego en los motores o las alas. Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, volví la vista adentro. En eso pasó, entre el humo, una azafata más blanca que el papel blanco, caminando casi deslizándose, hacia la cabina. De golpe las luces se apagaron y todo el avión se quedó a oscuras. Cerré los ojos y le dije al Comet: ¡volá, volá!, ¡seguí volando! Me escuchó porque siguió volando. Por los altoparlantes, el capitán nos dijo que en vez de Orly (hoy Charles De Gaulle) aterrizaríamos en Le Bourget. Vi acercarse la pista, los bomberos con varias autobombas nos siguieron durante un trecho. El Comet maniobró y paró. Cuando bajamos entre una hilera de policías y personal del aeropuerto que nos miraban con los ojos grandes y sorprendidos, terminé frente a un negro gordo con gorra de vista de aduana, que frente a mi intento de abrir la valija que llevaba, me dijo con un gesto que no era necesario, y que si tenía algo que declarar. Le dije que sí. Que estaba muy contento de estar vivo y en Francia.
París, Francia, marzo de 1968. Nos instalamos en el Hotel de Lavigne, en la rue Casimir de Lavigne, cerca del Carrefour de L’Odeón, a media cuadra del Boulevard Saint-Germain, una del Teatro Odeón, cinco de la Sorbona, tres de L’Ille, 5 del museo del Louvre, en el Barrio Latino, el XVº. Pagábamos 15 francos por día (tres dólares), la habitación doble. El portero de noche era un muchacho palestino (con pasaporte palestino) que estudiaba de día para volver a liberar a su país ocupado por otra nación: Israel. El Barrio Latino se llama así porque más de la mitad de sus habitantes son no europeos. Todos los escapados del sur, centro y norteamérica estaban allí. Pero también los africanos, y los vietnamitas, Se habla español, chino, ruso, viet, zwagili, zulú. No se ven niños (salvo con sus madres hippies) ni ancianos (salvo los clochards [mendigos]). Todo el mundo vive en las calles, come en las calles, crea en las calles. Los estudiantes viven en las “chambres de bonne”, piezas de servicio que están siempre en el sexto piso de los edificios (no los hay más alto) y desde ellas puedo ver todo París, donde resalta la cúpula de Invalides (la tumba de Napoleón) y la del panteón de Emile Zolá o la torre Eiffel. En una de esas habitaciones, colocadas a ambos lados de largos pasillos, donde cada seis puertas hay un baño sólo para orinar y otro sólo para ducharte, vivimos varias veces. Son estrechas, con una cama, un ropero y una pequeña ventana. Al costado del ropero una única silla, y la mesa está dentro del ropero. La cama es para una sola persona, es decir, cuando duermen dos, deben girar al mismo tiempo. Dos de esas chambres pertenecen a cada departamento de los pisos de abajo, y suelen ocuparla los estudiantes, que cambian ese lugar por algunas horas de limpieza o cuidado de niños. Pero también suelen vivir allí durante largos períodos, algunos intelectuales, como el peruano Hugo Neira, el poeta Hinostroza o la bailarina Graciela Martínez. Valen bastante menos que un departamento, que no es que sean caros, sino que no hay desocupados. El problema habitacional de París es legendario e incurable. En los metros cuadrados que nosotros conocemos como una habitación, ellos tienen seis o siete. Recuerdo a un vietnamita de quien nos hicimos muy amigos, que vivía de importar madera petrificada del sur de la Argentina, que luego convertía en mesas ratonas, objetos escultóricos y ceniceros bien pagados. Nos invitó a comer las famosas “omelette”(aprendí de él a hacerlas). Subimos por el ascensor hasta el quinto piso (los ascensores sólo son para subir, en cuando te bajas y cierras las puertas se van a Planta Baja y no hay modo de que vengan cuando los llamas de otros pisos), caminamos por un pasillo estrecho y oscuro. Nos paramos frente a una escalera de escape empotrada en la pared, la sacó, subimos como cinco metros (mi tía no hubiera podido jamás) y llegamos a una puertita de escasos ochenta centímetros por cincuenta. Esa era la entrada a su departamento, bastante amplio, en L o en S, lujoso, muy bien decorado y sin ventanas, sólo con ventiletes. Allí vivía. Y lo alabó como uno de los más cómodos del Barrio Latino. El pintor Seguí, vivía en un dos ambientes en la isla y juraba ser un privilegiado, porque podía recibirnos en uno y despatarrarse en el otro con su mujer de eso años, Lea Lublin. Una de las mejores consideraciones que puede tener alguien que te estime de veras, es invitarte a que uses su baño para bañarte cuando quieras. Entonces puedes asegurar que te quiere y respeta. La mayoría de los departamentos no tienen baño. El lavatorio suele estar en la habitación, el inodoro en un lugar común, y como heladera se usa las ventanas con cestas de mimbre o de malla invertidas (en París sólo hace calor dos meses: julio y agosto, y los parisinos se van de vacaciones a la campiña o a la Costa Azul). Pero no todo acaba ahí. En el hotel, cuando fui al baño, no encontré la llave de la luz. Era tarde, volví a mi habitación y regresé con fósforos, pero ¡milagro!, cuando cerré la puerta, la lamparita se encendió: el interruptor estaba metido en la cerradura, para que nunca te olvides y la dejes prendida. Y así. Por eso los baños públicos, que no son para orinar sino para bañarse, donde van muchos todo el día.
Por un par de francos (medio dólar) te dan toalla, jabón y agua. Otro tanto pasaba con la comida. En el Quartier Latin la mayoría come en los restaurantes universitarios: son baratos. 1 Fr. por comida. Por eso todo el mundo estudia algo (conocí a quien se anotó en un curso en la Sorbona: encuadernación de libros hindúes del siglo XIII, con tal de tener el carnet universitario). La comida es buena, la atención más o menos. Haces una fila con una bandeja de metal que tiene varias concavidades, y en cada una te ponen sopa, entrada, plato principal, postre, pan y un vaso con algo, además de cubiertos, todo a la vez. Claro que a veces la puntería falla y...
Nosotros frecuentábamos unos restaurancitos de cinco francos, donde se comía bien y de todo. Recuerdo uno “Le petit batel” que tenía sólo unos mostradorcitos y banquetas. Uno de ellos daba a una ventana a la calle, que casi siempre estaba abierta. Un mediodía estaba allí un señor, y por afuera pasó otro. Se detuvo, tomó el vaso de vino que estaba servido, lo bebió, se secó con una servilleta y siguió su camino como sí tal cosa. Nos quedamos todos pasmados, hasta que estallamos en carcajadas, para vergüenza del comensal. Pero allí no terminó todo, sino que después de ir durante varias semanas, y por mi escaso francés manejarme por señas y ruidos incomprensibles, un día el dueño me preguntó si hablaba español. Y al decirle que sí, resultó ser uruguayo. De ahí en más, fuimos como chanchos.
En otro de la Rue de la Contrescarpe, aprendí a comer Cus Cus, esa especie de polenta argelina con tuco muy picante, que se hace echando el maíz frotando con ambas manos, en agua hirviendo y sacándola con una espumadera en cuanto flote.
También nos sentábamos a tomar vino y café o menta o “pernod”, en los bares de la place de la Muffetard, o sidra y “crepés” en las veredas de la subida de Montmatre, allí donde a mediados del siglo pasado se levantó en armas el pueblo y los obreros, en la Comuna de París y nació la bandera roja —de sangre— de los comunistas. Allí mismo donde en lo alto de la colina, sobre los restos de la última trinchera donde estuvo el Jean Valjean de Los Miserables de Víctor Hugo, y se jugó el destino de la III República, el clero hizo construir la basílica de Montmatre, gris, imponente, como lección y advertencia a los luchadores.
En el lado opuesto de París, al sur, en Montparnasse, antiguo barrio de estudiantes donde vivieron y caminaron por sus calles Rodin y Picasso en distintas fechas, y donde está todavía La Coupole, un enorme bar y restaurante como nuestro Las Violetas o La Ideal, con grandes columnas de mármol, mozos de guantes blancos y donde es posible, por la noche tarde, encontrar en sus mesas a Alain Delon o Gerard Depardieu junto a Mike Jagger, Tyson y Vargas Llosa, y pocas mesas más allá, los mirones que vienen a ver quién está con quién y cómo está vestido, comiendo ostras de cincuenta dólares el plato y champagne de cien. O un café de cinco, como corresponde a gente como uno, por mirón.
A pocas cuadras de allí, se come el Chilí más rico de Francia: un especie de tuco repicante que se pone sobre pancitos con manteca, o metiendo directamente el pan en la ollita, y que te lo cobran como pica. Muchísimo.
Aunque la vidriera oficial son los restaurantes del boulevard Saint-Germain, como el Drugstore, el Café de Fleurs, o Deux Magots, donde se sentaban no sólo Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir (con quienes discutí alguna vez sobre si había llegado o no la revolución al mundo en el 68), sino unos negros que parecían estatuas, de color ébano azulado, con anillos con diamantes, gargantillas de rubíes y esmeraldas y bastones con empuñadura de marfil y oro. Eran los hijos de los jeques y caudillos africanos que mandaban a sus vástagos a la Sorbona y se sentaban frente a un café a media mañana a ver pasar blancos (fijos) o futuros enviados comerciales. ¿Quí lo sa?
Mis primeras conexiones fueron con hispanohablantes, ya que el francés parisino es incompresible. Hablan como si tuvieran una papa en la boca y cortan las palabras o sus sonidos por la mitad. Ese despiste, se verifica en la calle. Pregunta a tres parisinos por una calle, y los tres te señalarán tres direcciones distintas y opuestas a la vez. Además, se pondrán a discutir quién de ellos tiene razón. Son fatales. Por eso todo el mundo camino todo el tiempo o viaja en los subtes (Metro), que te dejan, a lo sumo, a dos cuadras de distancia en toda la ciudad. Van por debajo o a flor de tierra o por los aires. Y las conexiones son totales. Además el primero (cinco de la mañana) y el último (a la una) son gratis, así que cerca de esas horas se ve a mucha gente esperando para no pagar. París se cierra a las ocho de la noche. Todo se oscurece o se apaga. Y las calles se vuelven peligrosas y solitarias. De día es una fiesta. Después las cosas suceden en las casas. Si querés ir a tomar un café de noche, sólo te quedan pocos lugares y muy desparramados. En el Hotel de Lavigne, así se llamaba, conocimos a gente muy solidaria y talentosa. En esas épocas, el trabajo de limpieza adentro lo hacían las españolas, y ellos el de afuera, la calle. Charlé mucho con el palestino y me hice muy amigo de un alemán, Stephan, que fue enviado por la revista Stern a cubrir lo que explotó en Mayo del 68. Delgado, con anteojos negros siempre y camisas de colores, el alemán nos convidaba con exquisiteces como licor de huevo, en vasitos de chocolate, acompañado con flores (pétalos de rosas y malvones) abrillantadas. Un tipo culto a quien acompañé los días de los “événement” a tomar fotos de los graffiti (tomó cerca de 3.000) y me regaló un juego de copias que traje a Baires. En ese hotel estuvimos casi seis meses, y luego, los últimos días del año antes del viaje de regreso. Éramos como de la familia. Fue nuestro barrio, nuestra calle, nuestro refugio.
Les événements de Mai (el Mayo Francés). Las cosas venían enredadas en Europa, y mucho más en Francia. “La Primavera de Praga” trajo afanes reformistas y afloje de tuercas detrás de la Cortina de Hierro en Checoslovaquia. De éste lado alemanes, belgas y holandeses, además de tulipanes cultivaban disidencias y oposiciones callejeras. Rudy Dutschke fue expulsado de Alemania por dirigir levantamientos estudiantiles y se encontró con el pelirrojo Daniel Cohn-Bendit (Danny el Rojo) y tomaron la universidad de Nanterre que protestó por el recorte del presupuesto docente. Todo este malestar con la cultura venía desde los primeros meses del 68. En el Barrio Latino los hippies hacían música y se sentaban en las veredas a vender sus cosas, fumar marihuana y hacer el signo de la Paz. En un barrio pituco, residencial y diplomático, del otro lado del Sena, todos los días de lunes a viernes y desde las 9 de la mañana hasta las 5 de la tarde, en una casona mismo Palacio San Martín, se sentaban a una mesa rectangular inmensa las delegaciones de Vietnam del Norte, Del Sur, Vietcong y EEUU para decirse que no a todo y a todos todo el tiempo durante meses, con una terquedad y parsimonia inquebrantables. La mejor comida de París no es la francesa, sino la vietnamita (como en Londres es la hindú). El arroz, chancho, pollo, pato, huevos, las verduras comunes y de las otras, salsas y mil sabores con palitos no son nada frente al variado menú de negaciones de la guerra de Vietnam, que eran prolijamente televisadas para el público. Era tradición que el Teatro Odeón, dirigido por Jean-Louis Barrault, los lunes se cediera para que distintos espectáculos populares, se subieran a su escenario y con entrada gratuita y una rigurosa cola todos y cualquiera pudiesen asistir. En esos lunes populares, escuché a Roger Blin decir poemas de Baudelaire y Rimbaud, o conciertos de guitarra portuguesa. En la misma mañana que se tomó la Sorbona, era un lunes, estaban programados un grupo de poetas norteamericanos. Hice la cola, y me senté más o menos en la fila 14, más o menos al centro. El teatro estaba repleto, custodiado, como manda la tradición, por tres bomberos. Ya dije que el Odeón es como el Cervantes, claro que con más presupuesto y menos ñoquis, entonces todo funciona. Los poetas y algunos músicos con “soft machine” (especie de guitarra eléctrica acostada que se frota con un fierrito y da sonidos muy ligados y suaves) estaban en el escenario, con algunas mujeres con vestidos blancos y pequeños ramitos de flores que prendían incienso y se agarraban las manos y acariciaban a cualquiera que estuviera a su alcance, más niñitos descalzos con coronitas de flores en la cabeza y así. Barrault, su esposa Madelaine Renaud, el mismo Blin y otros actores del elenco oficial hacían de traductores simultáneos al francés de los poemas leídos, todos con micrófonos de pie, luces y a telón abierto. En un momento, y después de una aplaudida lectura de sexo, libertad y otras intoxicaciones yanquis, Barrault anuncia a un poeta joven. Sube al escenario un muchacho con pantalón y saco y corbata, el pelo algo largo y suelto y dice: “dedico mi poema al glorioso pueblo de Vietnam y su lucha”. Barrault traduce, sonríe y aplaude. El joven toma el micrófono, saca un papel de un bolsillo y solo pronuncia una palabra: “napalm”. Y repite “napalm”, “napalm”, “napalm”, primero muy bajito casi susurrando, luego comienza a subir el volumen: “napalm”, cada vez más fuerte “napalm”, ya son gritos “napalm” “napalm”, va tomando fuerzas con el cuerpo desde abajo y se le hinchan las venas del cuello: “napalm”. Grita como un desaforado “napalm”, se escucha como chupa aire como un ahogado y grita “napalm”, “napalm”, “naaaapppaaaaaalllllmmmmmmm”. En la sala todo el mundo hace silencio absoluto. Barrault, Renaud, Blin, los otros actores se quedan paralizados. Todos pensamos que el joven va a reventar en cualquier momento. Los músicos tocan ahora con violencia. Las mujeres corren por el escenario y la platea. Los chicos gritan. Varios invitan a que el público suba al escenario.
“Naaaaaaaaaaaaapppaaaaaaaaaaallllllmmmmmmmm”, sigue el otro ya fuera de sí. Y como una obra ensayada mil veces, de varios palcos, de la tertulia y la cazuela, desde el paraíso y en la platea, en los pasillos, comienzan a desplegarse banderas del Vietcong rojinegras con la estrella amarilla, más banderas rojas comunistas y negras anarquistas (era la primera vez en mi vida que las veía flamear). Y al unísono desde veinte lugares del teatro, jóvenes y no tanto, comienzan a leer proclamas a favor de los guerrilleros orientales, y consignas revolucionarias denunciando al sistema capitalista y a la burguesía francesa y occidental, a Barrault como funcionario del sistema corrupto vigente, sirviente del poder opresor y claudicante de sus ideales de izquierda en un régimen mandado por un conservador de derecha como De Gaulle, y cosas así. Todos leen y gritan. Todos tocan y bailan. Todos corren. Varios subimos al escenario. Otros bajan y se abrazan y se besan, nos abrazan y nos besan y abrazamos y besamos y corremos y leemos las proclamas y agitamos las banderas. Madelaine se desmaya, Blin la sostiene con un brazo mientras grita “¡Au Secours!” (socorro) tratando de tapar el “nnnaaaaaaaapppppaaaaaaaalllmm” del gringo que seguía bien metido en lo suyo. De pronto veo a un muchacho que corre por los pasillos a Barrault tratando de ponerle una capa negra y una calavera. Los tres bomberos miran con los ojos como el dos de oro (seis debería decir) sin entender ni atinar a hacer nada. El caos es total y completo. Creo que ni a la Fura dels Baus se le hubiera ocurrido semejante escena, semejante desbole. De golpe Barrault, en medio del fárrago, consigue sacarle el micrófono al “napalm”, pide silencio, todo se detiene un instante.
—¿Qué quieren? –preguntó mirando a todos lados.
—Que entregues el teatro al pueblo y te vayas, cerdo burgués —dijo una voz.
—Ya no es tuyo, nos pertenece desde siempre. Desde ahora es la Asamblea Popular y Permanente —dijo otra.
—¿Puedo decir algo a mi favor? ¿ No se me va a dejar defenderme?
—¡No! ¡Fuera los burgueses!
—Bien, el Odeón es de ustedes. Cuídenlo —dijo Barrault, y haciendo una seña a los suyos, se fue. Para siempre.
La sala se llenó de gritos de victoria. Comenzaba a llegar gente con banderas negras y rojas.
Otros salían a las calles. Se armaban las primeras barricadas. Por un tiempo todavía no previsto, un mundo le ganaba otro. Un mundo nuevo, joven, imprevisible. Sarte dijo: —“La Revolución ha llegado”. No importa que no fuera acierto. Todos la estábamos viendo.
Y viviendo.
Durante todo ese mes de mayo, la cosa era así: a las 9 de la mañana viajábamos en subte los estudiantes hasta Saint Germain y San Michel (en los mismos vagones iban los CRS, la policía de choque con sus bastones y cascos para sus comisarias) con palos, cadenas, gorras y camperas. Era surrealista ver a ambos bandos juntos bajándose a veces en las mismas estaciones y en la boca del subte yendo hacia direcciones opuestas.
A eso de las 11 de la mañana empezaban los enfrentamientos en algunas avenidas o frente a las Facultades. Y el asunto era palo va palo viene, a ver quién se queda y quién se va.
Esto sucedía varias veces en el día y otras simultáneamente en varios sitios. Las calles se llenaban de gases lacrimógenos, de adoquines, de chapas y maderas. Hay que pensar que ese bardo sucedía sólo en el Barrio Latino (aunque después se trasladó a algunas plazas y a las puertas de las fábricas, para levantar obreros (varias entraron en las grève [huelgas]).
Sobre todo la Citröen y la Singer. Recuerdo en la plaza de la Muffetard, donde hubo más de un millón de obreros y estudiantes, repudiando éstos al sistema y pidiendo aquéllos más días de vacaciones y mejores salarios. En un momento quedó aislado un patrullero policial, y los obreros sacaron ordenadamente a los flics de sus autos y los convirtieron en chatarra a puñetazos. ¡Impresionante ver a cientos de tipos pegándole sólo con las manos al símbolo del poder y el consumo!
Esos días gran parte de la Ciudad Luz careció del recojo de la basura. Así que los tachos y desperdicios servían como proyectiles para ambos bandos. Hay que señalar que, a pesar de que el saldo diario era de unos 250 a 300 lesionados tanto para los estudiantes como para los CRS, no se disparó una sola bala. Y el único muerto fue un transeúnte acuchillado a las orillas del Sena, lejos de las zonas de enfrentamiento y de noche, posiblemente víctima de delincuentes comunes. El olor a podrido crecía hora a hora (también la presencia de las ratas) y recuérdese que los alimentos se ponen en las ventanas. Cuando uno abría esas curiosas refrigeradoras, lo que entraba era ¡puajjjjjjjj!
Estuve en la Sorbona muchas veces. También en la Facultad de Medicina. Y con Stephan recorrimos infinidad de lugares buscando leyendas y siguiendo a las brigadas policiales que trataban de encontrar las imprentas donde los revoltosos confeccionaban afiches insolentes y provocadores y volantes y diarios o pancartas perturbadores, llenos de atrevimiento y de ingenio, cuando no talentosos y artísticos: Sea realista, pida lo imposible, La imaginación al poder, CRS: SS. Jamás encontraron nada. Las imprentas y serigrafías eran armadas y desarmadas en instantes. Eso también era artístico y talentoso. El triunfo de lo espontáneo y joven vs. el sistema pesado, previsible y aburrido.
En alguna de esas reuniones, pude escuchar —y hablar— con Cohn Bendit, con Jean Genet, con Arrabal, con intelectuales de peso, artistas comprometidos y toda la parafernalia de exiliados. Con alguno de ellos tomamos por asalto la Casa Argentina, en la ciudad universitaria. El núcleo opositor estaba centrado en la Casa de España (las había de casi todas las naciones). Pero se necesitaban nuevos reductos. Y con un flaco vestido de traje de fajina, una boina negra y la estrella roja que se autodenominaba el Comandante (años después descubrí que era Jorge Denti), más otros argentinos y uruguayos, sacamos a patadas en el trasero a los bienpeinados argentinos que usufructuaban de las gollerías del gobierno militar de Onganía, la declaramos casa liberada y del pueblo y nos encerramos allí tres días, junto con algunos bolivianos y franceses solidarios. Allí conocí y compartí la encerrona con Julio Cortázar, que vino a darnos su apoyo y solidaridad, y seguramente varios nombres que injustamente se me escapan y que estuvieron también en esa asonada rioplatense que tuvo fuerte repercusión, no sólo entre los locales, sino en el extranjero. Desayunábamos victorias, almorzábamos manifestaciones, tomábamos mate con revuelta y sánguches de conspiración. Por la noche sopa de poesía, carne de cañón, y postre revolucionario. Creo que ese mes, olíamos como Moreno, Castelli y French. Teníamos López y planes, preámbulos y declaraciones. Nadie dormía. Todo era vigilia permanente. Como la revolución de Trotsky. No importa que no fuera así, ni verdad, ni mucho tiempo. Era lo que se respiraba. Lo que se sentía. Estábamos doblando la historia (hay quien dice que sólo la arrugamos un poco. No importa. Lo hicimos).
Después de varias represiones policiales a los estudiantes, más de nueve millones de obreros entraron en huelga y pedían reivindicaciones sectoriales que no fueron bien vistas por los jóvenes que querían el fin del sistema capitalista. Estas contradicciones no pudieron ser resueltas y el silencio de Andrés Malraux (casi fue tomado como cómplice) llevó las cosas a un punto álgido (frío), casi muerto. La deportación de Dany el Rojo y la detención de Dutschke, enfriaron aún más la revuelta. De Gaulle, haciendo gala de su particular manera de gobernar, no hizo caso a los múltiples llamados que se le hicieron y en autoritaria acción, se retiró a meditar a una residencia costeña durante 48 horas. Luego apareció en la TV, vestido de civíl, y dijo algo así: “Franceses, francesas. Yo soy el jefe, el que pone e impone las reglas. Si están conmigo, tendrán orden, seguridad y estabilidad. La Francia puede seguir siendo poderosa ante el mundo o salir por el patio trasero. En ustedes está la elección de seguirme, o no. Buenas noches.” Tal vez no fueron éstas sus palabras, pero esto fue lo que en síntesis dijo y quiso decir. El discurso no tardó más que minutos. En menos de 24 horas, todo volvió a la normalidad. Pero Francia era otra. Y el mundo también.
Algunos meses después, el 68 era sacudido por sucesos de enorme repercusión que afectaron a todo el mundo. Tal vez allí se gestaron los embriones que terminaron en monstruos, capaces de tragarse los pensamientos libertarios del siglo: en agosto la matanza de más de 400 estudiantes (cifras oficiales, no oficiales más de 2000) en la plaza de Tlatelolco, en el México de Gustavo Díaz Ordaz, ametrallados por la policía y la invasión de Checoslovaquia en octubre por tropas rusas.
Las pinzas de cangrejo de la oscuridad comenzaban a cerrarse.
Mi relación con el teatro. En París y en 1968 el teatro francés no era bueno. Las universidades tenían elencos amateurs, y los extrauniversitarios —independientes— eran pobres de calidad. Al menos en los teatros oficiales —para una cultura que subsidia casi todo— reinaba Lavelli, un argentino. Y para la no oficial, Víctor García, otro sudaca. El primero hacía un teatro enorme, lujoso —le vi “Medea” con María Casares—, y a pesar de los elefantes rosados en escena y las planchas de cobre y redes y los presupuestos gigantescos, era tedioso y aburrido. El Odeón de Barrault presentaba algunos clásicos (Molière, Racine) o modernos (Vitrac, Ionesco, Becket) más para el turismo japonés que para otra cosa. No se hacía Genet, ni vanguardia. Lo mejor del teatro era el encuentro anual que organizaba, bajo auspicio de la UNESCO, Perinetti, un chanta que todavía está allí y que dirigía una truchada llamada el Teatro de las Naciones. Funcionaba en la ciudad universitaria y allí tenía un edificio propio. Había como 20 aulas, y cada una de ellas tomaba el nombre de la nacionalidad del que, democráticamente, era elegido presidente del curso por ese año (un alumno). Así eran: el salón ruso, hindú, uruguayo, norteamericano, chino, pakistaní, etc. Allí iban a parar no sólo actores y estudiantes, sino algunos marginales del mundo. Luego se tomaba un tema por salón: por ejemplo el futurismo, la vanguardia moderna, el rompimiento del bauhaus, Shakespeare, y así. Y se trabaja todo el año, trayendo a especialistas sobre cada tema y al final se hacía una muestra de los talleres en el Odeón, y se alternaba con elencos importantes de todas partes. Así los novatos convivían un mes con los heavys. Venía el Old Vic (Inglaterra), La Ballena (Colombia), El Galpón (Uruguay), Uba Uba (Senegal), El Berliner (Alemania) y así.
En esos encuentros pude ver un ensayo y la función del Teatro de Marionetas de Osaka (Japón) y hasta tener una larga conversación con varios de sus integrantes. Ellos en japonés y el suso en espainglésafranceítalotodoconademanesyruidosvarios.
La función (y el ensayo) fueron sorprendentes. Las historias son del teatro Nho, muy simples: se trata de la hija de un comerciante que quiere que la chica se case con un viejo con plata y ella no; entonces llega un general acompañado por un capitán joven que, por supuesto se enamora inmediatamente. Pero el padre ya la prometió al comerciante. Entonces vienen las comadres y los amigos de unos y otros —Montescos y Capuletos— que discuten, se pelean y arreglan, tratando de decidir por los chicos. Ellos tienen mientras tanto su romance y tratan de zafar. Pero son encontrados y reprendidos. Cuando el castigo se va a llevar a cabo, triunfa el amor, el sentido común y todo se arregla. El comerciante consigue mejores condiciones (y no esposa); el general impone su temperamento convirtiéndose en celoso guardián del amor de los jóvenes; el padre consigue la mejor dote y casa a su hija, los chicos ¡bárbaros!, y la platea contenta. ¡Como en la vida misma!
Claro que las marionetas no hablan, sino que lo hacen unos músicos y actores sentados a un costado de la escena. Ellos hacen las voces de hombre y mujeres, los ruidos, las canciones y el relato. ¡Son totales! Las marionetas tienen el tamaño de una persona. Las principales (que son seis o siete) son manejadas cada una por tres servidores. El principal (y mayor, un anciano de más de setenta años) maneja la cabeza y el brazo derecho. El primer asistente, el tronco y la mano izquierda, y el segundo los pies. Las marionetas secundarias (o de reparto) son atendidas por dos japoneses (imagina cómo). Tres o cuatro asistentes están en escena y mueven las mesas, las sillas, los bancos, los muebles, los jarrones y toda la utilería necesaria. Salvo los principales —que lleva una toga negra cerrada al cuello y la mano derecha descubierta, todos los otros llevan togas, guantes negros y capuchas. Cuando la obra llega a su desenlace y en las principales escenas, si hay quince marionetas en escena, saquen la cuenta de cuántas personas más hay, ¡y juro por lo más sagrado que no se ven!
Debo decir que en proscenio hay una tela negra de medio metro de alto que cubre toda la boca del escenario y detrás de ella se arrastran los utileros con una habilidad increíble. Yo me coloqué en la tertulia y pude ver lo que los plateístas no vieron. ¡Es impresionante! (Sólo se venden plateas). Cuando terminó el ensayo, fui a los camarines del Odeón y entablé el diálogo con uno de los principales y después con los asistentes. Así me pude enterar que el elenco tiene más de cien años de antigüedad. Que los aspirantes llegan muy jóvenes y comienzan barriendo, no el escenario, sino las habitaciones de los asistentes, y los atienden como si éstos fueran marionetas. Con los años comienzan a subir escalones y a hacer la utilería, máscaras, pelucas y vestuarios. Después de mucho tiempo pueden entrar en contacto con los muñecos y limpiarlos, arreglarles sus ropas, repintarlos, etc. Si hacen los méritos suficientes podrán llevarlos hasta la puerta de sus camarines, donde otros aspirantes más avanzados los trasladan a caja (los foros del escenario) y allí se los entregan, ceremonia mediante, a los asistentes de escena. Al finalizar la obra el recorrido es a la inversa y así. Sólo cuando tienes muchos años, podrás tener tu cabeza descubierta frente a una de las marionetas. Y si te esmeras y estudias podrás manejarlas. ¿Pavada de rigor, no?
El caso Víctor García fue distinto. Víctor era delgado, pequeño, enfermizo. Pero con ideas brillantes e insólitas. En París vi dos espectáculos de él (en Buenos Aires, Yerma). Uno de ellos El cementerio de automóviles de Fernando Arrabal. En un teatro tipo el Lola Membrives o Blanca Podestá, hizo levantar toda la platea y colocar butacas giratorias. Además, una pasarela circundaba la platea íntegramente de corbata a corbata (la parte delantera del escenario). En escena más de treinta automóviles corroídos y destartalados unos sobre otros hacían de precarias viviendas a los personajes. La historia es el vía crucis de Emanú (Jesús) y su muerte, versión mendigos y maleantes de una villa miseria. Él era Jean Claude Druot, el actor de La felicidad, de Agnes Vardá, un especie de Tarzán franchute.
En proscenio, una vietnamita desnuda parada sobre una rueda de auto, era girada por un negro con una soguita y ella sólo decía “Oui, mon mamá” (Sí, mamita) en varias partes de la obra. Cuando el vía cruces, después que Emanú es apresado a pesar de sólo haber hecho el bien entre esos miserables, trayéndoles dinero, comida, ropas y frazadas, desatorando al gordo del auto chiquito y juntado a los niños para que estén protegidos; cuando a pesar de curar enfermos y avivar amores, cerrar heridas y calmar dolencias, es apresado y todos le dan la espalda y es condenado a morir, arrastrado con cadenas y volantes, con puertas y parachoques; cuando es muerto lo colocan sobre una motocicleta, echado de espaldas sobre el asiento y con los brazos en cruz sobre los manubrios; y la rueda delantera de la motocicleta es atravesada por un enorme gacho de grúa, y éste unido a unas cadenas enormes y éstas ajustadas a poleas en lo alto del escenario y todos tiran de ellas hilando a la moto y su cadáver a más de 6 metros de altura y todo gira y se callan los gritos y el festejo y las carreras y todo se aquieta salvo la moto que gira y gira para un lado y para otro y sólo se escucha el rozar de las cadenas entre sí durante enormes, larguísimos minutos, todos nos dimos cuenta que volvimos a hacer justicia por mano propia y que matamos al Mesías otra vez, repitiendo ese salvaje y procaz acto, en un rito interminable y recurrente por los siglos de los siglos. La gente queda mirando hacia arriba, algunos parados y otros sentados, en silencio, en recogimiento, en dolor y paz, en culpa y oración. Hemos bebido su sangre, hemos comido su cuerpo en una metáfora caníbal y la digestión de ese pan, de ese vino se nos atraganta hasta la emoción más profunda, la lágrima verdadera y pedimos perdón por nuestros actos, por los de los otros, por él, Emanú, y por Él. Sí, el teatro es una misa, un rito, una religión copiada por todas las religiones, aún la de los ateos, como el que habla.
Eso del lado del bien. De la del mal, Ubú Rey de Alfred Jarry (la escribió cuando apenas tenía quince años). Típico teatrito independiente, con no más de doscientas butacas en pleno centro, al costado del centro de París. Para Ubú, García buscó un negro angoleño de unos ciento cuarenta kilos, que no era actor, no sabía la letra, estaba permanentemente borracho, tuvo que suspender el cuarenta por ciento de las funciones programadas por no poder despertarlo y meterlo en escena, en síntesis un Ubú perfecto. La gente se agolpaba para entrar, y muchas veces hubo más de seiscientas personas intentando comprar entradas a cualquier costo, y peleas y policía y bardo todo junto. La obra comenzaba cuando llegaban las primeras 190 personas, se desarrollaba más en la boletería, en los pasillos, en el bar de enfrente, en el hall, en las colas, que en el escenario. Jarry hubiera estado satisfecho, muy satisfecho. Más que cuando su Fermín Gémier dijo “Mierda” en la primera palabra que pronuncia Ubú, y que trajo como reacción que el sesenta por ciento de los asistentes a la función de 1896 en la Francia de la inestable III República, intentara retirarse de la sala, y pistolas en mano y desde el puente de luces los obligara a sentarse y ver el debut de su obra (por eso los actores nos decimos “mierda” en los estrenos”). Fue la primera mala palabra que se dijo en un teatro culto. Y ese espíritu rondó la puesta de García: el escándalo, la violencia, lo imprevisto, lo banal y chabacano, el vómito, la huida. Una obra perfecta. Más o menos para esa misma época, estaba montando “El gran teatro del mundo” de Calderón, simultáneamente en Coimbra, Portugal y en Londres. En uno de esos viajes, al poco tiempo se mató en vuelo. Era lógico. Víctor García, tanto talento, debía morir alto. Muy alto.
Y ahora, mi trabajo como actor. Al principio, como ya dije, era inevitable tratar con argentinos e hispanohablantes. Sobre todo yo, que del francés no sabía nada. Así que habiendo salido hacía poco del Perú, me conecté con peruanos. El periodista Hugo Neira (después miembro del SINAMOS [Sistema Nacional de Movilización Social, creado por el gobierno de Velasco Alvarado después de octubre del 68]), el escritor Manuel Scorza, amigo de Luz y escapado a París acusado por la izquierda de tener parte del botín del asalto al Banco de Crédito del Perú en el 63 (después hice en 1979 en cine una película sobre el tema, y Scorza muere en un accidente de avión en 1983), el escultor Alberto Guzmán y el actor chileno Rocco Petruzzi, después asilado en Noruega. En casa de alguno de ellos conocí a Raúl Galli, un director peruano con el síndrome del escapado. Llevaba anteojos negros, las solapas del abrigo levantadas, se escondía detrás de las puertas cuando alguien entraba, o te dejaba de seña en un bar y se iba sin despedirse. Estaba pirado. Pero quería hacer un espectáculo sobre textos de Cesar Vallejo, sus poemas, y acepté. Aceptamos varios.
Allí vino mi primera incursión en el Odeón, en sus sótanos, donde ensayamos en la sala Fermín Gémier (¿recuerdan Ubú?). Uno de esos días de ensayo llegué, por un atraso en el subte, cinco minutos tarde. Bajé las escaleras como un bólido, Corrí por pasillos oscuros entre caños y escenografías (no saben lo que son esos sótanos), y al final del pasillo número 37, ¡la puerta del estudio, trabada desde adentro! Pero había algo más: sólo se veía la luz a través de la cerradura (llaves viejas, grandes). Alguien, por ahora un bulto trataba de espiar hacia dentro. ¡Otro retardado como yo! —me dije. Sí, alguien estaba allí. Me agaché y lo empujé. Yo quería también quería ver qué pasaba adentro y cuándo podía entrar sin interrumpir. Así que el intruso y yo comenzamos a empujarnos mutuamente tratando de ver quién de los dos podía ver más tiempo, todo esto en el más absoluto silencio. Al final, mejilla contra mejilla, milímetro a milímetro, segundo a segundo, compartimos la visión.
De golpe alguien, sin avisar, abre desde adentro la puerta y nos descubre a los dos agachados y en falta. Cuál no fuera mi asombro al descubrir que el otro, mi adversario durante los largos minutos de pelea, no era otro que Jean-Louis Barrault, el mismísimo director del Odeón, el autor del libro de mis años de estudiante, que espiaba un ensayo como un aprendiz en los sótanos de Francia. Allí, mi respeto hacia él se convirtió en la más incondicional admiración. Un grande. Sólo un grande de verdad hace eso. Pero volvamos a Galli y Vallejo. El espectáculo era el recitado de textos de Trilce, Poemas Humanos y España aparta de mi este cáliz. Nos hizo trabajar como cerdos. Nos cortó y recortó cada verso mil veces, acentuábamos las consonantes de cien maneras distintas y soplábamos las vocales. Íbamos para atrás y para delante. Nunca estaba conforme con nada ni con nadie. Claro, no estaba conforme consigo mismo. Lo odiamos. Profundamente, lo odiábamos. Varias veces tramamos su desaparición en las aguas del Sena, en la oscuridad de algún pasillo o bajo las ruedas del subte. Pero era huidizo, el maldito. Y estrenamos. En algunos barrios o “banlieu”, como le dicen allá al conurbano parisino. Y en la Casa de Hispanoamérica, donde la presentación la hizo un lingüista peruano (después y con los años gran amigo y quien me enseño lo poco que sé de Arguedas), Enrique Ballón, profesor de la Universidad de San Marcos, la más antigua de América, y a quien Greimás le cedió su Diccionario de Semiótica para que lo tradujera al español.
Otras cosas pasaron en esos tiempos y allí. Como que un cura camilista (seguidor y amigo de CamiloTorres en las sierras colombianas) exiliado en la Galia, me enseñó de manera sistemática marxismo, a leer El Capital, entender a Engels y la Lógica hegeliana. Fueron semanas y semanas de entrenamiento y cavilaciones. Algo quedó. Sobre todo después del encuentro con los vietnamitas, los anarcos, comunistas de todo el mundo, althuserianos, sartrianos, surrealistas, escapados, disidentes, chinos y toda la parafernalia que pisó esas tierras ese año. Fue fuerte. Muy fuerte. Como cuando conseguí como trabajo eventual, hacer la instalación de agua de una boite. Yo, que de plomero tengo nada. Y diseñé y compré un sistema recién inventado de conexiones a presión en frío y caños de goma. Y cuando abrimos las llaves de paso, se inundó todo y las cañerías saltaban por todas partes como en los dibujos animados. Pero ya habíamos cobrado parte y todo termino bien y mal. Mal y bien. Para todos. O como cuando conoci a Lumel, un peruano que vivía desde hacía mucho tiempo con dos mujeres, una rubia y otra morocha, una suiza y la otra latina y todos se llevan de maravillas y daban consejos de cómo vivir y esas cosas.
Seguramente hubo otros muchos sucesos que han quedado sepultados en el olvido o en las nimiedades de la memoria. Amigos y amigas, gente común, lugares comunes tiempo, olores y colores del 68 francés. Como después de las batallas, y el campo queda regado de marcas que sólo fueron importantes para los que allí estuvimos. Las otras quedaron registradas en los miles de estudios, notas y comentarios que escribieron sobre ese tiempo. Por eso muchos nos identificamos con él. Somos de esa generación, de la del 68. La que se propuso cambiar el mundo.
Al final del año, ya sin casi nada de dinero y un invierno que presagiaba aburrimiento, Luz y yo decidimos regresar a la Argentina (tuve un fuerte encontronazo con mi embajada donde los estúpidos de siempre, designado por los militares de siempre, se negaron a facilitarme los requisitos que pedían los polacos para llegar a Grotowsky —tuve que esperar hasta 1972 para conocerlo personalmente en Buenos Aires—, amén de tratarme como si yo fuera un ruso ateo que pretende eliminar a Onganía —cosa que a esas alturas germinaba en mis proyectos seriamente—, con todas las malas ondas posibles y hasta con una frase para coleccionar: «¿usted cree que nosotros estamos aquí para atenderlo?». Viajamos a Barcelona donde estuvimos en el show de la fuente. Agua y colores subiendo y bajando, girando y mojando en un ballet de casi una hora, único en esos años. Ví la catedrál (o su fachada diseñada por Gaudí) y me subí en el Giulio Césare, un transatlántico de casi tres cuadras que, de Génova, va al Río de la Plata.
Pero ése, es otro viaje.
Y éste otro día para contarlo (mejor dicho otra noche, la del domingo 11 de setiembre de 1999, el día de Sarmiento y Allende (¿los mares?)
Cuando llegamos al puerto de Barcelona eran las siete de la mañana. Una mañana clara y fría de los primeros días de enero del 69. Tenía en la mano los dos pasajes que me envió mi madre Inés (y que pagué religiosamente en cuotas a mi regreso). El puerto de Barsa es como el Baires: varios diques y barracones de ladrillo rojo, grúas y naves. Los pasajeros nos amontonábamos frente a una de las rampas. Una para primera, otra para turista (la nuestra) y otra más para tercera clase. Esa división se mantenía en las cubiertas de la nao y en la cantidad de piletas de natación y su acceso, o los comedores y camarotes. Venía desde Génova y se detendría en Lisboa, Canarias, Recife, Río, Santos, Montevideo y Lanús (mi destino final, por ahora). Yo llevaba dos atados de cigarrillos, alguna poca ropa y un cospel para el teléfono de Buenos Aires (tuve que usarlo para que nos fueran a buscar, porque llegamos patos, mishios, secos o como quiera que se diga). Un viaje magnífico, como veremos. Y un comienzo insólito. Cuando estábamos esperando para subir, vimos muy cerca de nosotros, a una familia de españoles típicamente serranos. Eran como doce: ellas de riguroso negro, pañuelos a la cabeza y varios bultos y atados; ellos de pantalones marrón, faja oscura, camisas y chalecos, algunos con sacones, zapatos grandes, varias sacas y hasta un cerdo vivo. Además de las pertenencias, los aldeanos llevaban, como era lógico para ellos —sobre todo si nadie les avisó— la comida para, al menos 17 días de viaje en alta mar, como Colón y a esos lares. Los miembros de la tripulación, oficiales incluidos, trataban de explicarle que el pasaje era con comida paga y que no les iba a faltar alimentos.
Pero los españoles, tercos por naturaleza, no cedían. La discusión llevó casi tres horas en la planchada: unos de un lado otros de otro, unos que sí, otros que no. Los pasajeros comenzamos, como siempre, a tomar posiciones por un bando y otro. Ponte en su lugar a ver si vas a dejar abandonados en un muelle cualquiera lo gastado en comida para doce personas durante diecisite días.¡Una fortuna! ¡Un derroche! Y los tiempos no están para esas cosas. Además, «¿Cómo creerles a esos señoritos que hablan raro y vestidos de punta en blanco, tan diferentes a nosotros? ¿Por escrito? Somos analfabetos y a mucha honra. Nada, a correrse y dejar pasar a la familia y al cerdo». Que no, que sí, que la parrala. Al final, y con más de 700 personas en contra, tuvimos que ceder (los pocos que defendíamos a los pobres serranos de la antigua madre patria y los doce de siempre). ¿Siempre serán doce los penados? ¿Los hombres en pugna? ¿Los jurados?). Nos fuimos resignando, despidiendo, consolando. Las mujeres gritaban, los hombres no, los niños, sí. Y el cerdo...
Ya a bordo, a todo el pasaje le quedó la duda. ¿Nos darían realmente de comer durante tantos días, ya no a los doce del barullo, sino a más de mil quinientos pasajeros y casi trescientos cincuenta tripulantes, sin chistar? Recién después del primer almuerzo, nos volvió el alma al cuerpo. Sí. Era verdad. Nos dieron de comer. ¡Y cómo! Bajé en Baires con seis kilos de más. Te cuento: a las cinco y media hasta las ocho, el desayuno: café con leche en taza grande, pan , manteca y mermeladas, algunas tortas, chocolate caliente o frío, un revuelto de jamón, huevos y tostadas, vainillas, galletas de agua y facturas (queques), jugos exprimidos y trozos de frutas. Luego a las once, primero, y doce y media, segundo turno del almuerzo: una mesa de buffet froid (ensaladas, fiambres, mayonesas, gelatinas, carne fría trozada, rojas, blancas y de las otras, vittel toné, escabeches varios, arrollados y matambres). Luego una sopa o un guiso con alguna presa de pollo, chancho o vaca, como para ir entonando. Seguía el plato típico italiano: pastas, pizzas, lasagnas, carbonara, calzzones, empanadas, y así. Por supuesto después llegaban las bandejas con el plato principal: pollo con papas fritas, o carne con puré, o milanesas con ensalada, o pescado con algo (¡espinas!, ¡siempre trae espinas!). A continuación:panqueques con dulce de leche o mermeladas, o cassatta y/o charlotte con chocolate, o flan con crema, o algo que se movía con algo de colores y dos galletitas. Por fin bolas de helados. Y luego ensaladas de frutas y frutas enteras. Al final, y después del consabido café o té de boldo, o manzanilla, nos barrían haciéndonos rodar por las cubiertas, hasta caer semimuertos en los camarotes o las reposeras. A las 16:30 hs. hasta las 18, tenías
la merienda: como el desayuno, sin el revuelto, pero con más tortas. A eso de las siete de la tarde llegaba el llamado para la comida: otra vez los platos fríos, la sopa, el plato típico, el principal, los panqueques, el que se mueve con colores y galletitas, los helados, y las frutas.
Por fin, a las doce de la noche, en realidad las 24 hs., la cena: todo lo que no se comió durante el día, se corta en pedacitos, se pone artísticamente en bandejas, con platos en fila, cubiertos, panes y salas, todo frío y ¡a mangiare, tutto il mondo! Varias veces tuve la sensación que el Giulio Césare se iba a pique, se hundía irremediablemente, y no por el choque con algún témpano como el Titanic, en la inmensidad de los océanos. Sino por el peso de nosotros después de esos atracones. ¡Odiamos profundamente a los doce españoles que provocaron semejante venganza de la línea de naves, que con el Conte Grande y el Conte Biancamanno, hacían la flota que venía a la Argentina!
Cuando podíamos reponernos de esas pantagrueladas, tomábamos sol, leíamos, jugábamos a las cartas o veía cine. Las cubiertas del lado derecho del buque (babor, mirando a proa) son para los pasajeros. Arriba está la primera clase —pocos y pitucos—, después la turista y más abajo la tercera. La turista ocupa varios puentes. El lado izquierdo de la nave (estribor) es un aquellarre: lo utilizan los marineros, los camareros, cocineros, tripulantes, maquinistas, personal de limpieza, canastos, carritos , mesas, mesitas, todo lo que se saque o sobre de los camarotes, sábanas, fundas, tohallas, perros, paquetes, bolsas, gallinas, loros, pollitos, pelotas, uniformes y cuanta cosa traigan y usen 1.800 personas. De un lado todo está sucio. Del otro todo brilla y reluce. Por un lado casi no te podés mover. Por el otro son avenidas limpias. Es delirante. Con las horas nos hicimos amigos de una patota de estudiantes rosarinos que venían de su viaje de egresados. Eran médicos recién ricibidos. Recuerdo sobre todo a uno de ellos: le decían «Pato». Era el líder, jaranero, bromista, solidario, jugador de rugby y guitarrero. Alto, morocho, con barba y bigotes. Nos hicimos muy amigos por diecisiete días. En ese viaje conocí a Raquel. Era robusta, de pelo negro y ondulado, sonrisa franca y dientes blancos. Oficial del ejército israelí, y oriunda de Entre Ríos, venía a ver a sus padres después de mucho tiempo. Regresaba triunfante, habían derrotado hacía poco a los árabes en la guerra de los 7 días. Pero había una sombra de tristeza en su mirada. Pertenecía a una facción de izquierda dentro del ejército. Me rayé. No entendía nada. ¿Cómo podía ser oficial del ejército israelí, haber combatido contra los árabes y ser de izquierda? Sí. Lo era.
Los militares allá cumplen un horario. Después hacen su vida como cualquier otro ciudadano. Discutimos sobre eso y otras cosas. Sobre Mao (era el final de la revolución cultural) y el 68. Fue muy fuerte. Pero así son las cosas. No como una las piensa. Las cosas, son. La piense uno o no. Mejor pensar con las cosas y en las cosas. ¡Bué! Difícil, ¿no?
Por las noches, el grupo se quedaba a trasnochar, a cantar, a jugar y sobre todo a bailar. En el barco había una orquesta sería, que contenía un pequeño grupito de rock. Tocaban en primera clase. Y luego el grupito se venía a turistear con nosotros. Un día unos oficiales se rebelaron contra el grupo y no los querían dejar venir. El barco volvió a dividirse en dos bandos. Esta vez triunfamos nosotros (es increíble lo que hace el mar y el aislamiento). Los barcos se mueven. Y a veces, mucho. El Mediterráneo es calmo. Los delfines viajan a altas velocidades y juegan cruzándose delante del barco. Los vi desde los puentes de mando y parado en la mismísima proa. También pude ver de día dos continentes y tener por casi única vez en mi vida, la dimensión en escala cero del planeta. Eso pasó cuando cruzamos el estrecho de Gibraltar. De un lado Europa, del otro África. España y Marruecos a tiro de mi vista. Estiré los brazos, desplegué mis manos y puse a ambas orillas en las yemas los dedos. Las tuve así largos minutos, mientras el barco avanzaba. Es una sensación inolvidable. Todavía hoy puedo sentirla. Pero el Atlántico es otra cosa. La salida de Portugal fue un tobogán. Y la de Río de Janeiro, espantoso. Todo se movía, se volcaron tazas y vasos de las mesas (fue la hora de la comida). Otra vez, lejos de Canarias, se bamboleaba tanto que, cuando bailábamos, las parejas se resbalaban para un lado casi cayéndose unas sobre las otras, y luego para el otro. En general el camino es suave y esquivan mareas y tormentas. Pero no siempre se puede. Nos hicimos amigos de un camarero y nos llevó a conocer todo el barco. Sobre todo el eje de las hélices, la sala de máquinas. Bajamos infinidad de escaleras. Hace un calor y ruido horribles. Todo se maneja por señas porque no se puede oir nada, ni a centímetros. El barco se desplaza como un micro, con una leve vibración todo el tiempo. Es perfecta para dormir. En Río tuve mareo de tierra. Sentí que el piso se levantaba para buscar la suela del zapato cada vez que levantaba un pie. Es atroz. Tuve que volver corriendo al barco y sentir el bamboleo para tranquilizarme. ¿Es loco, no? (quién, ¿usted?, sí, es loco). Como ya dije que subí al barco sin un mango, me anoté en un concurso de ajedrez. Algo sabía en esas épocas. Y a pesar de ser eliminado, piqué a algunos curiosos competitivos y jugamos por plata. El saldo fue a mi favor y tuvimos algunos dólares y liras como para comprar cigarrillos, bebidas y algunas otras cosas. Pero, por alguna razón la plata me dura poco, muy poco. Y bajé sólo con el cóspel. Fue un viaje maravilloso. Fuerte. Intenso. Pero un juego de niños comparado con el regreso, (hasta el otro viaje, el de 1975).
Aunque en rigor de verdad, no fue un juego. Y sí hubo niños, y niñas. Y muertos, y heridos.
Y desaparecidos. Muchos desaparecidos.
Trataré de contar esa historia.
La verdadera historia.
Con desaparecidos.
Y aparecidos. (GMcL, 13/9/99)

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