sábado, 23 de febrero de 2008

Ha muerto un ángel

Ha muerto otro de los Santos Inocentes
(GMcL, 15/9/02)

En la sección espectáculos de La Nación del miércoles 11 de septiembre, aparece una nota de Adolfo C. Martínez, titulada “Actor argentino”* dedicada al fallecimiento de Saúl Jarlip. En ella reseña su vida y finaliza diciendo: “que la directora Patricia Martín García, le dio una de sus últimas oportunidades, en su ópera prima en el cine ‘¿Quién está matando a los gorriones?’, a este actor que vivió hasta los 77 años. Carente de recursos, Jarlip vivía en la Casa del Teatro y los memoriosos lo recordarán simplemente como un hombre entrañablemente bueno y un actor que no conoció la suerte del triunfo”.
También nos informa que éste Saúl, nació en 1924 y en Villa Crespo un 28 de diciembre.
El día de los Santos Inocentes. Eso fue Saúl Jarlip: un bueno, un buenazo total.
Tuve el privilegio de conocerlo en 1963 –tenía yo entonces 22 años y él 39–Habíamos inventado las tropelías del grupo Teatro de la Peste, que reunió a más 100 personas –algunos actores y actrices y muchas otras desenfadados culturales: poetas, pintores, escritores, periodistas, bailarines, intelectuales de café, sur realistas (surrealistas del sur), desclasados, descalzados, fugados familiares, tontos útiles, inútiles–, y a Jarlip. Porque Saúl Jarlip formó parte del Grupo Teatro de la Peste y trabajó en uno de sus estrenos “No hay piedad para Hamlet” de Mario Trejo y Alberto Vanasco, premio Municipal 1962, que subió a escena en 1965 en el entonces Teatro del Altillo que regenteaba Abel Sáenz Bhur, –mediocre actor y brillante ajedrecista–, casado con Cristina, hija del juez Verrié y una de las tripulantes de la avioneta que descendió en Malvinas para esos años, en la precursora “Operación Cóndor” que coronó la aventura de desplegar una bandera argentina en la isla ídem, ocupada por los entonces ciudadanos de tercera ingleses.
Todos esos fueron acontecimientos: el aterrizaje clandestino, la obra de Vanasco y Trejo, el Teatro de la Peste, la peste, el teatro, el “Pablito” –muñeco a escala real con la garganta degollada por un profundo tajo–, que hizo con tanto talento el pintor/escultor/gran tomador de vino Pablo Suárez, y que durante el día miraba a los paseantes de la peatonal Florida, entre Tucumán y Viamonte, desde el balcón del primer piso, y que de noche colo-cábamos en la fila 6 al medio dentro de la sala para espanto de los espectadores, y de Jarlip.
El viejo Ludwick, que tanto bregó como iluminador y escenógrafo del Fray Mocho de Ferrigno, el pintor Martínez Howard, los poetas Siccardi y “Poni” Micharvegas, el crítico de teatro Schoó, el director Santángelo, Trafic y Robertino (que inventaran luego el Grupo Lobo), el “Mono” Villegas con su original manera de hacer y tocar música –nos compuso la banda de sonido de la obra en una genial grabación hecha en la antigua Radio del Estado con maestros de la Sinfónica y sobre una variación propia de la “Marcha de San Lorenzo”–, el singular crítico de música de Primera Plana Rodolfo Arizaga, Tomás Eloy Martínez, y hasta ese buen poeta y mejor secretario de redacción que fue Ramiro de Casasbellas, rondaron nuestras aventuras escénicas, y, por supuesto Jarlip.
Saúl, el santo –a diferencia del corrupto–, el bueno, el buenazo de Jarlip, se unió a la trouppe y a sus códigos: tomar por asalto los comederos, entre ellos el Dorá; los cafés como El Moderno, el Floridita y el Florida, las casas de los padres nuestros en busca de utilerías (y churrascos con puré) y todo aquello que no sobraba pero hacía falta; comer sánguches de mortadela durante los ensayos que empezaba después de las funciones (es decir al día siguiente) y terminaban de madrugada (de ese mismo día), pero sin jamás perder esa sonrisa ni la buena voluntad que puso sin contemplaciones.
Muchas veces (muchas, casi todas) fue Jarlip el que se quedó cuidando ropas, bolsos y hasta hijos recién nacidos y serenamente dormidos en butacas, mientras sus padres huían al fresco de la noche, a los kioscos, a dar una vuelta porque si no reviento, o no te aguanto más. Jarlip cumplía estos encargos con entusiasmo y vocación. Estaba allí, allí donde se lo necesitara. Siempre supe que era un santo. Yo, un ateo irreducible “como la pata de una mesa”, me hice amigo de un santo. De una esas criaturas que aparecen sólo en ciertas épocas, sobre todo cuando la humanidad está patas p’arriba y la gente a mil por hora, que están para decirte que la amistad es un valor enorme, que no hay que apurarse, que hay tiempo para todo y que la gente es buena. Yo sé que la gente no es toda buena. Pero Jarlip, sí. Él sabe que la gente es buena, y así andaba este Saúl –muy diferente al corrupto– por la vida. Seguro que por eso decidió nacer un 28 de diciembre.
En junio de 1966, un militar con bigotes a lo “López Murphy”, dio una patada a la lenta democracia y puso a la República en vilo, a los profesores bajo los bastones policiales y cerró el Di Tella. El Grupo de La Peste se desbandó: unos nos fuimos por América; otros por la cornisa, muchos al olvido, como Jarlip. Según cuenta el periodista de la nota en cuestión, –Saúl, el bueno– trabajó bastante en cine: “Escuela de campeones” (1950, Ralph Pappier), “Crisol de hombres” (1952, Arturo Gemmiti), “Ellos nos hicieron así” (1952, Mario Soffici), “Sinfonía de Juventud” (1964, Oscar Carchano), “El gordo Villanueva” (1964, Julio Saraceni) y Favio lo convocó para “Nazareno Cruz y el lobo” (1975).
Cuando regresé en 1969, el país ardía. Una línea divisoria lo había partido en dos. En ambos bandos mucha gente, demasiada. O demasiado poca.
Unos tiraban para atrás, otros para adelante. Todos tiraban.
Y el país se rompió.
Duré hasta 1975, y me fui diez y ocho años. Cuando volví, era Marte. La gente hablaba idiomas extraños. Los parientes estaban enojados por mi regreso. Mis amigos me trataban de Usted. Había en 1993, una fiesta y no había sido invitado. Mostré mi pasaporte y se rieron. Era lógico, estaba vencido y era consular. No servíamos, ambos, para nada. Supongo que en esos años, Jarlip, tampoco. Era el triunfo de los malos, y él era un bueno. Debe haber estado agazapado, usando esa enorme capacidad de actor para disfrazarse y pasar inadvertido. Claro que lo que no pudo jamás hacer, es esconder su sonrisa afable y esa capacidad de seguir siendo un buenazo. Estoy seguro que debe haber ayudado a muchos otros que se quebraron con el empujón de la fiesta inolvidable –e interminable– de los ’90.
Los tumbos del regreso me llevaron a vivir cerca de la Casa del Teatro, la casa de Jarlip. Porque la ayuda era directa: el sólo verlo te acariciaba el alma. Nos encontramos varias veces por el barrio del otro santo, Nicolás de Bari. O en la cafetería de Actores, donde él recalaba con frecuencia.
Estoy convencido que con su sencillez y ese don de gente buena de Saúl Jarlip, ahora que también se fue Lolita Torres, debe estar en la puerta del cielo de los santos para esperarla y decirle: “bienvenida señora…, puedo ayudarla en algo, no se preocupe que aquí nunca va a estar sola”.

A mi amigo Saúl Jarlip, el bueno, con admiración y respeto.

*(Nota en La Nación, miércoles 11 de septiembre de 2002.)
A los 77 años, falleció Saúl Jarlip (Adolfo C. Martínez)
Trabajó con Favio Galettini.
Saúl Jarlip que falleció a los 77 años, fue uno de esos actores que casi siempre interpretaban personajes de reparto, pero que ponían a disposición de ellos su mesura, su compenetración y su amor por el arte.
Había nacido en Buenos Aires, más concretamente en su entrañable barrio de Villa Crespo, el 28 de diciembre de 1924. De muy niño tenía el berretín de emular a Fred Astaire, pero su inicio real hay que sondearlo en el Teatro Infantil Albarden, junto a Juan Carlos Altavista, Julia Sandoval, y otros nombres luego brillantes.
Cuando el director Carlos Borcosque estaba eligiendo a jóvenes debutantes para su film “Cuando en el cielo pasen lista”, Jarlip fue uno de los seleccionados. Y así comenzó su trayectoria profesional, que tuvo que alternar, por razone económicas, con la de marchand ambulante, las de simple vendedor de cuadros o la de gitano de la plástica.

En el Teatro del Pueblo
Incursionó en el escenario –tuvo un destacado papel en la obra “Pelo de zanahoria” de Jules Renard– e integró en algunas ocasiones los elencos del ya legendario Teatro del Pueblo. La vida de Jarlip estuvo signada por cierto aire bohemio trasnochado, por a constante falta de dinero y, fundamentalmente, por su amor a la profesión de actor.
La pantalla grande fue la que le dio más satisfacciones. Para ella trabajó en “Escuela de campeones”, “Crisol de hombres”, “Ellos nos hicieron así”, “Sinfonía de juventud”, “El gordo Villanueva” y hasta fue convocado por Leopoldo Torres Nilsson para “La mafia” y por Leonardo Favio para “Nazareno Cruz y el lobo”.
En los últimos años sus actuaciones se hicieron cada vez más espaciadas. En 1983 integró el elenco de “Se acabó el curro”, de Carlos Galettini, y en 2000 la directora Patricia Marín se acordó de Jarlip y le dio otra oportunidad en su ópera prima “¿Quién está matando a los gorriones?”. Carente de recursos, Jarlip vivía en la Casa del Teatro y los memoriosos lo recordarán simplemente como un hombre entrañablemente bueno y un actor que no conoció la suerte del triunfo.

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