sábado, 23 de febrero de 2008

Mi infancia

La casa de la Victoria
GMcL, 11/9/02

No se trata de Victoria, mi prima hermana; ni de la hija del pizzero, aunque todas vivan en Lomas de Zamora. Resulta que la casa de la Victoria, era eso: una casa. La casa donde viví cuando dejamos la de la calle Laguna, allá por el bajo Flores, donde se quemó mi hermana Cristina cuando mi madre llenaba el calefón con alcohol, y se le prendió la mano (a mi madre) y por no tirar la botella al piso –nosotros estábamos desnuditos en la especie de bañera/ducha esperando el agua tibia– y en vez de chorro de agua llegó el chorro de fuego sobre mi hermana que entonces tenía cinco años.
Pero volvamos a Lomas; llegamos a esa casa –yo ya tenía cuatro años y la Segunda guerra, también– que estaba cerca de la estación. Recuerdo con toda nitidez el zaguán de mosaicos, las puertas labradas con vidrio, el patio amplio y oscuro con claraboya en el medio, las habitaciones con persianas grises y visillos, el aire del barrio, los olores de sopas y guisos y las brisas frescas de mi infancia.
Envasábamos ropa: zapatitos, ropita de lana, alpargatas, camisas usadas y remendadas, pantalones, algunos abrigos, y frazadas para los españoles republicanos en el exilio y en la España recién dominada por Franco. Esa casa de la Victoria era del Partido Comunista, y mi padre, un sindicalista peleador, fue perseguido durante los gobiernos de Castillo, Rawson, Ramírez y el de Farell (estos tres últimos golpistas) y casi todos ellos pronazis, es decir, acérrimos anticomunistas. El asunto es que en esas huidas políticas, el “Gungui” (así le decían mis parientes y mi madre) o el “Inglés” como lo llamaban sus compañeros ferroviarios, mi padre nos llevó a un conventillo de Constitución (y allí nací), luego a Rosario, después a la casa del incendio con alcohol y por fin a la casa de la Victoria.
Con cuatro años recién cumplidos, yo no sabía nada de política, ni de exiliados, ni de nazis ni marxistas. Para mi eran… ¡“los viajes”! Desde que nací, hoy estaba acá y mañana allá. Hasta los siete años tuve tías, tíos, primas y primitos que duraban poco. Volaban como cuetes. Recién –y de esto hace muy poco– me estoy enterando cuáles fueron de verdad mis parientes y cuáles no. Pero Lomas era un fiesta y yo viví estas relaciones con toda intensidad, a pesar de los pocos años. Las cajas de cartón donde poníamos las ropas eran perfectos escondites que usaba todo el tiempo. Y las ropas, las más chicas, fueron probadas por mí casi todas. No respeté ositos, mamelucos, polleras, chalecos, tapados gorros ni guantes de colores. Pilotos, pilotines, medias, zapatos, delantales, baberos, saquitos, pullóveres, todo… todo fue probado alguna vez antes de ir a las cajas. También ocurrió en Lomas mi ingreso al primer grado en la escuela Nº 1 que está frente a la plaza. Pero apenas tenía cuatro años y faltaba mucho para eso: la mitad de lo vivido (como los cumplo en diciembre, entré al cole con seis años). Así que volvamos a la casa de la Victoria.
Porque en esa casa conocí a mis dos primeros amores. Una fue, por supuesto, la hija del pizzero. Y la otra, la del dueño del almacén, con quien jugábamos a las escondidas entre las bolsas de arpillera de 50 kilos de harina, terminando blancos como fantasmas para el horror de sus padres y los míos. Recuerdo su risa y envites. Era una mocosa endiablada a la que tenía que perseguir entre latas de aceite, bolsas con azúcar negra y blanca y que ella conocía a la perfección dónde se ubicaban con cada envío. Yo no, y eso me provocaba golpes cuando la luz se oscurecía. Golpes en las rodillas, a veces en la cabeza y todos en el orgullo (de ser vapuleado por una chiquilla).
La del pizzero fue más suave, pero más imposible, también. Duró hasta mis doce años. Íbamos a colegios distintos. Después me mudé a Lanús. Y, a pesar que volví a Lomas con frecuencia y me hice amigo de su padre –el pizzero–, ya nada fue igual. De nada valieron los cientos de empanadas fritas que comí en esos años mozos, ni las otras tantas muzzarellas con fainá. La vida nos fue separando como a las porciones: a cuhillazos hasta cortar para siempre esa relación. Hace poco, apenas dos años, en abril de 2000, después de más de medio siglo volví a Lomas de Zamora con frecuencia. Resulta que fui uno de los fundadores –y nombrado presidente– de SURCO, la Asociación de Teatristas del Sur del Conurbano. Es más, el nombre SURCO, lo propuse yo. Hoy tiene más de 20 salas de teatro y casi cincuenta grupos. La sede está –toda un metáfora– en el Teatro de las Memorias, en Sáenz 227. Cuando fundamos SURCO en ese local de los socialistas lomenses (para no llamarlos zamoranos y evitar confusiones políticas), reparé que en la vereda de enfrente y a metros de la comisaría que colinda con el teatro, hay un local del partido de la hoz y el martillo. Así que fui a preguntar, si ellos sabían dónde estaba la casa de la Victoria del siglo pasado. No sabían; pero quien podía saber era una antigua (ellos me dijeron “vieja”) militante de más de 90 años que, de vez, en cuando los visitaba y que era algo así como la memoria viviente del comunismo local.
Resulta que, por otro lado, soy egresado de la ENMLZ, Escuela Normal Mixta de Lomas de Zamora (más conocida como la Normal Antonio Mentruy). Allí hice en 1955 mi ingreso al secundario y terminé en 1960. En ese año hicimos una fiesta de egresados, muy importante, además de un viaje a Río Ceballos, en Córdoba, inolvidable, en las vacaciones de invierno. Entre mis compañeros de esa época, estaba Graciela Cantarelli, la novia de uno de mis mejores amigos, César Sarmiento (lamentablemente fallecido cuando estuve en el exilio). El asunto es que hoy mantengo buenas relaciones con varios de los egresados y, con uno de ellos, Roberto Arribere, tenemos un programa de radio al aire, El tranvía de las 23, en la AM850.
Mientras armábamos SURCO, se cumplieron los 40 años de egresados de la ENMLZ de Lomas de Zamora. Allí pude reencontrarme después de tanto tiempo con ella. Un día, tiempo después, tomamos un café frente al teatro, y cuando le comenté lo de la casa, me dijo: “mirá que suerte que tenés… la ‘vieja’ es mi abuela. Está medio ida, pero de vez en cuando la neurona se conecta y ¡zas!, aprovecho y le pregunto: seguro que sabe. Y así fue. Le preguntó… y sabía. Suena el teléfono y es Graciela: “Gustavo agarrá lápiz y anotá. Viste la calle de la comisaría que está pegada al teatro, bueno, ésa es Alem. Entre Sáenz y Boedo, vas a ver una casa pintada de colores, que ahora es un lugar de juegos para chicos. Esa es ‘La Casa de la Victoria’”. Me desmayé. ¡Ahí estaba la bendita casa de los rojos! ¡El comunismo no había desaparecido del todo! Fukuyama y Lyotard estaban equivocados. Ni fin de la historia, ni de las ideologías. La historia me estaba dando con un mazo en la cabeza, en las emociones, en los recuerdos, en la geografía, en Lomas, en lo más hondo de mi yo, en mis padres ya desaparecidos, en las hijas del almacenero y del pizzero, en las calles empedradas, en las bolsas de harina, en el azúcar negra. Las ideologías estaban de regreso psicoanalítico, armando un ramillete de registros, de pulsiones, de negaciones y renegaciones, de transferencias atemporales. ¡Era el triunfo del Inconsciente! Freud tenía razón: la revolución estaba otra vez en marcha.
Por supuesto que al día siguiente fui a la casa de muchos colores, como mis recuerdos. A pesar de la pintada arco iris, pude reconocer la puerta y el zaguán, los escalones de mármol, los techos altos, algunas de las habitaciones –la que se apilaban las cajas de cartón con ropa–, parte del patio y la cocina del fondo. Estaba parado frente a mi pasado, alucinando el pibe de cuatro años que corría por ese mosaico tan propio, tan mío, tan raro en estas épocas de pisos de vinilo y parquet plastificado. El corazón bombeaba fuerte, a mil por hora, negociando con el torrente de imágenes la cantidad de sangre necesaria para un tráfico posible. Tenía la boca seca: era como un viaje en el túnel del tiempo. ¡Otra vez “los viajes”! Eso era mi vida, un sinuoso e interminable recorrido. Ya otras veces la vida me jugó estas pasadas, como cuando me citaron en enero de 1996 para formar parte del ETI (Encuentro de Teatristas Independientes) un sábado por la tarde en el teatro Fray Mocho, Ecuador 380, en el barrio de Once, en la Capital. Entré al local y de a pocos comencé a reconocer cosas, paredes, vidrios. Pocho Mischell, el anfitrión, era el hijo de Ludwick, ese tramoyista, iluminador y jefe de escena legendario del teatro independiente argentino, que nos hizo trabajos en 1965 y ‘66 para el Grupo Teatro de la Peste. Pero, además, el Fray Mocho se levantaba donde en los años ‘40 y ‘50 estuvo COOPERRIEL, la cooperativa de los trabajadores ferroviarios –y eso fue mi padre–; allí me compraron mi primer pantalón largo, y mucho antes, un pilotín de hule negro, con capucha con elástico, los zapatos de salir, un portafolio de cuero con varias divisiones, la camisa celeste y la corbata escocesa –no, ¡y cuánto lo lamento!, con los colores del Clan Mac Lennan.
Sí, la vida suele hacerme estas jugarretas. Ya estoy acostumbrado, sólo que cuando te suceden, es como cuando tirás una palangana por la escalera. No pasa nada, y asusta. Pero volvamos a Lomas. Durante varios días estuve en registro de shock. Sólo hablaba de la casa. De la Victoria. De mi niñez. De cuando viví en otro conventillo para esas épocas y a pocas cuadras de allí, en Laprida 192 (hoy hay allí un negocio de música). Era un pasillo profundo que desembocaba en un amplio patio de tierra con cobertizos donde los vendedores ambulantes –siempre hubo pobreza– dejaban sus carretillas: verduleros, floristas, botelleros, ropavejeros, escoberos, zingeros (vendían tachos para lavar ropa), etc.
En la parte de arriba, en el primer piso, estaban las habitaciones: una por familia y el baño y la cocina comunes (para todos y por rigurosos turnos). Nosotros cuatro (mi hermana mayor, la del incendio en Flores), mis padres y yo, todos en una sola pieza. Mi padre, en la vía; mi madre en un dispensario antituberculoso de Temperley, mi hermana en el cole, y yo, de la mano del hijo de la dueña, simulando ser mendigo, escondiendo un brazo bajo las ropas para parecer manco y pidiendo monedas en la universidad de la calle, donde hice mi mejor curso de aprender a vivir como uno siendo otro.
En la pieza de al lado, vivía una señora de pelo blanco, con una hija sonámbula que, de cuando en cuando, salía de noche en camisón, con la madre detrás, los ojos cerrados y todos nosotros siguiéndola para ver si es verdad que caminan por las barandas sin caerse.
Pero Lomas tiene para mí, también otros momentos clave. Como cuando fui al cine Meexs, ese día convertido en teatro, y vi la primera obra de mi vida: el soliloquio Las manos de Eurídice, protagonizada por Enrique Guitar, un español trashumante que fascinaba a las mujeres –entre ellas, mi madre–. Laprida no sólo es la calle principal; es también la divisoria de nombres. Así es que Alem, se llama del otro lado España. Y allí donde está hoy una sucursal de Garbarino (venta de TV, heladeras y esas cosas) estaba el cine teatro “Español”. Allí me sucedieron dos cosas importantes. Una: mi primer desmayo viendo una película francesa, casi sin palabras “El ladrón” en los años ‘50. Dos: en ese mismo teatro, diez años después, en 1960, di mi tercer concierto como solista (los otros fueron en el Conservatorio Julián Aguirre –que dirigió Ginastera– donde egresé, y en Radio del Estado, cuando tenía sus estudios en el Teatro Colón [¡mirá dónde toqué!]). Ese día, esperé en el escenario del Español que se fueran todos los espectadores y parientes hasta quedarme sólo en la sala. Fue entonces que descubrí que lo que quería era estar en esos lugares para siempre: los teatros. Entonces cerré el piano y abrí el alma, hace ya 42 años. Y no me arrepiento del cambio.
Cuando por razones de inscripción en los registros públicos de la Asociación Cultural SURCO, tuve que cambiar mi domicilio a Lomas, que figura en mi DNI anterior como Sáenz 227, sede del Teatro de Las Memorias, justo al lado de la comisaría donde tuve que buscar un comprobante domiciliario. Esa comisaría, era la antigua casa de Estela Segura (otra del casting de nombres: comisaría=segura), compañera de la ENMLZ. Ella fue quien me llevó de la mano para que representase a varios personajes en la fiesta de egresados, ya que sabía algo de teatro (en esos años, yo estudiaba, además en ITUBA con Fessler). Más allá de las anécdotas colegiales, como haber sido amigo y rival de Guillermo “Willy” Tamburini –amigos en la vida y las aventuras amorosas, rivales en el rugby–, el destino y “¡los viajes!”, volvieron a hacer de las suyas. En mis dieciocho años de exilio, entre muchos amigos, conservo aún al abogado peruano Guillermo “Billy” Velarde Biffi, novio de mi hermana menor María Inés, en su larga estadía peruana, cazador irrenunciable y paciente enamorado. Pues resulta que el año pasado cuando fui a Lima después de diez de ausencia, un mediodía y en almuerzo de trabajo y charla con Velarde en un “Chifa” (típico restaurante chino limeño), por un proyecto de programas de radio que yo iba a producir allá, le menciono mi reencuentro con los egresados de la ENMLZ y mi intervención en SURCO, Saénz 227, la casa de al lado de la comisaría=Segura. Bien, el mundo es un pañuelito muy chiquito. Allá por 1963 y 1964, “Billy Velarde, mi abogado peruano y novio de mi hermana, fue también novio de Estela Segura. Esto ocurría cuando tres peruanos recién egresados vivieron algunos años en Lomas de Zamora, Argentina, como premio a sus estudios en leyes. El 10 de enero de este año, nos encontramos varios de nosotros, para saludarnos en la recién reinaugurada confitería “Las Violetas” de Rivadavia y Medrano. Y de casualidad, –¿¡casualidad!?– ahí estaba Estela Segura, que vive en Misiones hace más de 30 años. Cuando le dije lo de Velarde, casi se desmaya. Se puso lívida, empezó a temblar. Me confesó que estuvieron muy enamorados, tanto que conserva cartas de él de esos años. Cartas de amor, llenas de recuerdos, de olores, de colores viejos y emociones fuertes. Como los de la casa de la Victoria.
Araca, Victoria,
ahí viene la cana
pucha, qué macana,
me pongo a llorar…
chan chan…

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