sábado, 23 de febrero de 2008

Obituario 2

Olé...Shalom...(GMcL, 2/12/2006)

Ayer y hoy, dos fuertes golpes para el alma. Se fueron para siempre dos amigos entrañables: mi amiga Noemí Buchsbaum y Félix Álvarez Sáenz.

Noemí era alta, grande, intensamente morocha y fuerte. Fuimos compañeros de promoción en la ENAM de Lomas de Zamora, allá por los años 60. Ambos vivíamos en Lanús. Noemí en los altos de una joyería que atendían sus padres, en plena Av. Pavón, casi esquina Sitio de Montevideo. Era el centro del Centro. En esa misma cuadra estaban casi frente a frente los dos cines principales de Lanús Oeste: el Palacio del Cine (hoy un bingo) y el Súpercine (ahora una sandwichería) esos cines de barrio que daban dos películas y te permitían entrar con bebidas y sánguches de mortadela y en el que, por primera vez bailé en sus pasillos al compás del reloj y el rock de Billy Halley y sus Cometas y en el que me desmayé una noche viendo Drácula con Cristopher Lee; y en esa misma cuadra, pero en la vereda de enfrente, el Bar Oriente, con sus mesas de los grandes (nosotros éramos entonces pibes) y arriba los billares: entrar ahí era sacar patente de importante. Con Noemí viajábamos de Lanús a Lomas todos los días de ida y vuelta, en el San Justo (amarillo con una raya roja) o en el Cañuelas (rojo abajo, crema arriba). Ella era, ya lo dije, alta, y usaba mocasines, casi siempre negros. Tenía una voz poderosa, como sus opiniones. De ella aprendí que muchas veces debes mostrar carácter fuerte si quieres abrirte paso en la vida. A veces parecía que siempre daba órdenes, y era mi amiga. Así que de alguna manera me sabía protegido ante esas dudas de Felipito que me invadían a menudo. Noemí fue una amiga fiel y me apañó cuando huíamos con María Cristina, su alma mater, a darnos baños de piano y caricias a cuatro manos, alejándonos de curiosos y profesores, o a escondernos para algún Rondó, Sonata y Fuga debajo de los potros de madera del gimnasio protegidos por el silencio cómplice de las colchonetas. También Noemí, fue dura crítica de opiniones políticas: era como un cable a tierra en épocas donde las ideologías nos atravesaban a la vuelta de la esquina en cada esquina. A pesar de las peleas con sus padres por tener un amigo “goi” (no judío), Noemí logró varias meterme en su casa para hacer deberes, leer novelas, discutir sobre política y hablar de cómo atravesar el siglo XX, sin romperlo. También hablábamos de amor, de la sociedad, de los jóvenes y de los viejos. Hablábamos de todo y de todos. Eran larguísimas charlas que se prolongaban días, semanas. Fuimos compañeros. Muy compañeros. El tiempo, la vida, las cosas, el exilio hicieron que durante muchos años no nos viéramos. Cuando regresé en 1993 después de casi 20 años fuera (me fui por primera vez a Perú en 1966 y luego en 1975), busqué a Noemí Buchsbaum entre las primeras personas que pude, en una Argentina hostil, en medio de una fiesta menemista a la que no había sido invitado, y de la que me echaban con el mismo bocadillo: “¿A qué viniste... por qué regresaste?” Fue Noemí quien me dio la mejor bienvenida invitándome a almorzar en ese restaurante español de la esquina de Salta e Hipólito Yrigoyen, un puchero (un cocido español) digno de palabras mayores. Y esas fueron sus palabras: mayores. Me contó de su vida, me presentó a sus hijos y a su esposo en la puerta de un departamento recién ocupado con las cajas de cartón todavía apiladas. Supe de sus mañanas en el hospital como psiquiatra, y de sus tardes de consulta psicoanalítica. De sus dudas por la fiesta nacional, y de sus inquietudes como persona. Porque Noemí era así, directa, francota, frontal.
Shalom,... amiga donde estés. Mi lastimado corazón te va recordar siempre.



Olé... gallego, le decíamos a Felix Álvarez Sáenz, que se hacia llamar Felix Azofra. Azofra que está en La Rioja, España, muy lejos de Galicia y más, todavía, de la otra provincia argentina tocaya, cuna de famosas aceitunas y aeropuertos personales. Olé... gallego... le decíamos a este no gallego que llegó al Perú y se quedó haciendo Oles.
Lo conocí en 1978, hacia el fin de año cuando me invitaron a formar parte del elenco de una film peruano, político-policial: “Abisa a los compañeros”. Si, así... “Abisa” con b larga, la b grande del idioma, ésa que puso con su dedo tinto en sangre en la pared ese obrero ferroviario fusilado por la cañalla franquista y contado por César Vallejo en el poema a Pedro Rojas, Solía escribir con su dedo grande en el aire de “España aparta de mi este cáliz”. Con él, con Félix Álvarez y Orlando Sacha, un actor argentino vivido en Perú, conformamos el trío de protagonistas de “Abisa...” Desde los ensayos y las primeras reuniones, Félix nos mostró su agudo sentido del humor, su particular manera de ver la vida y una enorme erudición. En el film su personaje era un anarquista que enseñaba a tirar cartuchos de dinamita. En la vida Félix Álvarez tiraba petardos de opiniones que, muchas veces, asustaban por su contundencia. Era un hablador incansable, un lector apasionado y un fumador empedernido. Durante los meses de filmación, tanto en Lima como en el Cuzco, Félix alegraba las tardes y las noches con sus anécdotas y reflexiones insólitas, singulares. Pero además era buen cocinero. Y en la larga amistad que pude disfrutar, no sólo fuimos a comer “boquerones” y “ropa vieja” a la Casa de España donde yo tenía crédito ilimitado, sino “callos” y hasta “angulas”. También cocinó en su casa de Ate-Vitarte, y nos obligó a tomarnos todo y fumar como chinos en quiebra. Félix se tragaba la vida; disfrutaba de ella cada segundo. Escribió muchas cosas: novelas, cuentos, relatos, obras de teatro, críticas y crónicas. Fue un periodista acucioso e inmanejable. También se vistió de virrey en alguna miniserie y participó en otros films locales. Su pluma era clara y diáfana. Varios periodistas lo tuvieron como guía y escribió en numerosas publicaciones. Autor de más de 30 obras, entre ensayos, novelas, cuentos y piezas de teatro. Era licenciado en Filosofía y Letras. Estuvo casado con la crítica de arte peruana Victoria Torres, con quien tuvo cuatro hijos. En la década del 60 se trasladó a Lima, donde fue docente de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, investigador en el Museo de Arqueología y Antropología y director de la Biblioteca de España, dependiente de dicha universidad. Fue articulista de los diarios La Crónica, El Comercio, La Prensa, Expreso, Correo (donde se desempeñó como subdirector y jefe de editorial), El diario de Marka y El caballo rojo, suplemento de este último periódico. Con su novela Crónica de blasfemos (1986) fue finalista del Premio Rómulo Gallegos de Venezuela. Además, fue galardonado con el 'Premio Americano' al mejor trabajo sobre el V Centenario del Descubrimiento de América. Entres sus obras de ficción resaltan Mburuvichá, Madre Sacramento y El oriental, así como una adaptación de La Celestina. Con su hija, la poeta Montserrat Álvarez, publicó Doce esbozos haitianos y un cuento andino.
Pero para mí era: “el gallego”. Todavía me quedan en los oídos su risa a carcajadas cuando fuimos a almorzar a “La buena muerte” un bodegón maldito de la Av. Grau en el borde del Cercado. Cuando salí de Lima en 1992 dejé de verlo y de contactarnos. Ayer, en medio del fárrago de mail que recibo, uno de ellos firmado por Igor Calvo, dio cuenta de éste, su último viaje; había estado exiliado en Paraguay lejos de las iras del fujimorimo desde 1991 y en mayo de este año había ido, en realidad había vuelto, a su España para tratarse de un violento mal que lo atacó en medio de sus pulmones. Y a los 61 años, Félix dijo basta. Y se murió, así de repente. Adiós, gallego... y ¡Olé!
Como me recomendó Igor, lo voy a extrañar a mares.

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