sábado, 23 de febrero de 2008

El exilio en el Perú

Todos vuelven*
(El exilio en el Perú)
GMcL, 20/5/2007

Todos Vuelven*
(Vals Peruano)
Letra y Música de César Miró

Todos vuelven a la tierra en que nacieron,
al embrujo incomparable de su sol,
todos vuelven al rincón donde vivieron,
donde acaso floreció más de un amor.

Bajo el árbol solitario del silencio,
cuántas veces nos ponemos a soñar,
todos vuelven por la ruta del recuerdo,
pero el tiempo del amor no vuelve más.

Así dice un conocido vals peruano: “todos vuelven a la tierra en que nacieron”. Y aunque no sea siempre así (hay más de un millón de argentinos exiliados viviendo fuera del país), muchos como yo volvieron. Mi primer exilio fue cuando el delirante general Onganía (el de la “Noche de los bastones largos”) derrocó a Arturo Illia en junio de 1966. Esos días, nuestro grupo El Teatro de la Peste, representaba en el Instituto Di Tella “Artaud 66, una antología del Teatro de la Crueldad”. Y la rígida estupidez militar no podía permitirlo. Nunca pudo, ni entonces, ni antes ni después. Golpearon profesores, echaron intelectuales, censuraron periodistas, prohibieron artistas, encarcelaron líderes obreros y sindicales, y así.
Nosotros, un grupo de actrices y actores, poetas, pintores, escritores, músicos (más de ochenta) también nos recluimos. Y siete decidimos irnos de la Argentina: tres parejas y un soltero. Primero nos casamos las parejas. Luego, los primeros días de setiembre, dos de nosotros viajamos a Chile a establecer cabecera de playa; pensábamos, como muchos jóvenes, transitar por los países de habla hispana hasta llegar a México, y allí tomar la decisión de saltar el Atlántico con rumbo a España o Francia. En Santiago, hicimos una lectura de poemas de Carlos de la Púa con el auspicio del consulado argentino, todavía en manos de Manrique Fernández Moreno, el otro hijo de Baldomero, además de César, para el cuerpo de diplomáticos. También nos conectamos con la revista Ercilla, una de las más prestigiosas en arte de toda América, y pudimos conocer y contactarnos con, por ejemplo, Miguel Littin, corresponsal de ese medio. Recuerdo que citamos a Miguel en el hotel de la calle Estados, cerca del mediodía. Pero Chile era el nido de los mejores vinos del mundo, y yo un casi abstemio absoluto de nacimiento. Claro que no es fácil mantenerse al margen de esas tentaciones cuando cruzas la frontera en el tren Trasandino y desenganchan el coche comedor argentino, austero, pobre, caro, para poner el chileno, lujoso, alegre, barato y generoso pleno de vinos tintos, ofrecidos sin límite a los viajantes. Comencé a beberlo y no me pude detener más. Ese mediodía, llevaba ya varios días de vinos y poemas. Cuando Littin llegó, yo estaba en una de esas borracheras imparables. Alberto Cousté, mi otro amigo y director del grupo de teatro, trató sin suerte alguna de controlar mis incoherencias, desplantes y pavadas que un argentino abstemio puede decir cuando está completamente borracho. Claro que Littín era un joven que sabía del mundo, de las cosas anormales y, como buen chileno, de vinos (y sus consecuencias). Así que pacientemente soportó el cúmulo de burradas que yo decía y se puso a hacer la nota. Yo no me di por vencido: hablé por demás, relacioné lo irrelacionable, me comporté como un zángano y, como si fuera poco, después de unos interminables minutos, me descompuse. Terminé vomitando y vomitado dentro de la bañera del cuarto del hotel, semiasistido por Miguel y Alberto que no podían disimular asco y vergüenza. Así pasamos por Chile: con más penas que glorias. Los primeros días de octubre de 1966 enrumbamos para Lima, la ciudad de los virreyes, en Wippla, una empresa peruana de ómnibus compuesta por unidades traídas de USA, usadas, con el típico color plateado, franjas aerodinámicas en sus costados (después veremos el uso local de esas franjas), y un enorme círculo en la parte posterior que parecía un motor de cohete tapado. El viaje iba durar cinco días, con paradas de una noche en Antofagasta (Chile) y otra en el hermoso puerto de Ilo (Perú).
El viaje de los siete –los cinco restantes nos salvaron de desaparecer entre corchos en Santiago–, comenzó de día junto a una cuarentena de pasajeros llenos de bolsos, bolsas, chicos, dialectos incomprensibles (para nosotros, porteños argentinos), y dos choferes que, de vez en cuando se bajaban frente a pequeños santuarios en plena y desolada ruta, a rezar y persignarse. Eso nos causaba, a los siete, cierto humor. ¡Qué equivocados estábamos! Viajar por esos caminos en 1966 era un verdadero milagro. Sólo con rezos y hechizos íbamos a llegar a buen destino. Los caminos de Chile son interminables: serpentean entre inmensos desiertos de arena, sin que veas un alma. Grandes hondonadas y lejanos cerros o dunas. Sólo cuando te acercas al puerto de Iquique y a Antofagasta reaparece la civilización. El cruce al Perú, es bravo: son escarpados cerros que hay que trepar para descender casi en picada. Los caminos de la costa se estrellan contra muros de 1500 metros a los que sólo puedes subir por cotos trechos de no más de treinta, en un zigzagueó hasta la cima. El ómnibus ha cedido potencia en su motor por velocidad. Así encara uno de esos tramos, apunta hacia arriba y sale disparado (con 47 aterrorizados pasajeros que no quieren mirar por las ventanillas). Cuando llega a una curva, se apoya (literalmente) en esas aerodinámicas franjas del costado contra la piedra que es pared del camino y dobla hacia el próximo tramo para picar de nuevo. Así subimos 1500 metros. Yo, que había sobrevivido del infierno vinario chileno me puse junto al conductor y observé la subida y la bajada al otro lado del cerro junto al parabrisas delantero, al compás de “un elefante se balanceaba, sobre una tela de araña...”. Ahí entendimos el porqué de los rezos de los choferes. Dejamos el color marrón oscuro de Chile y entramos en el variopinto del sur peruano. Nos esperaban, todavía, dos o tres de esas piruetas en el Wippla, aunque ya estábamos “cancheros”. Sólo había que rezar y encomendarse al altísimo: el resto lo hacían las líneas aerodinámicas norteamericanas y las piedras de los caminos sudamericanos. Con el corazón en la boca nos esperaban todavía algunas sorpresas. En un pequeño villorrio paramos a almorzar. El menú era corto y pobre. Casi todo con nombres desconocidos. Así que, sobrio pero todavía audaz, pedí para mi poca hambre un “lomo a lo pobre”. Pobre. De pobre sólo tenía el mote. Era un inmenso plato donde un machacado churrasco de no sé qué carne, estaba cubierto de cuánta verdura uno puede imaginar: cebollas, tomates, ajíes, nabos, puerros, yuca, papas, todo cubierto por varias capas de arroz y coronado con un huevo frito y uno de esos ajíes que te quitan la voz por varios minutos, entre lágrimas y boqueos de ahogado. Además, con una porción podían comer cuatro personas o una durante cuatro días (de ahí lo de “lomo a lo pobre”). Fue cuando aprendí que en el Perú, todo lo que tiene color, pica. Y pica mucho. Lo que tiene color y no pica es el paisaje. El camino a Lima, después de Arequipa se pega al mar. El mar. El mar peruano es hermoso. El Pacífico es hermoso. En las afueras de Ilo paramos en una playa de unos cien metros de ancho por cientos de kilómetros de largo. Había un esqueleto de ballena, con huesos mucho más altos que nosotros, que hicieron las delicias de algún turista alemán o japonés. La arena de la playa es casi blanca y se te escurre de entre los dos como azúcar impalpable. Con el tiempo descubrí que en ciertas playas, la arena se entremezcla con ciertos minerales que a la luz del sol, brillan. Oro de tontos, le llaman. En otras, la cantidad de fósforo es tal que, de noche, los restos de peces, mariscos y gaviotas brillan como fantasmas. Durante ese maravilloso viaje de mi primer exilio, y ya en territorio peruano, escuchamos las noticias con la radio del ómnibus: Lima había sufrido un fortísimo terremoto. Era octubre del 66. Y era verdad: el terremoto había sido enérgico, tanto que la primera noticia salida desde un edificio donde estaba la agencia EFE fue: “Lima destruida”.Así que íbamos hacia el epicentro de un terremoto y a una ciudad desaparecida. Los siete pensamos que nos caeríamos a un pozo profundo, interminable, el justo castigo por haber tomado tanto vino. Y habernos exiliado. Cuando entramos a la ciudad, la destrucción no era tanta, pero los pobladores estaban asustados. Pasé otros temblores. Pensamos en huir al Ecuador. Pero quedamos pegados en el Perú.
Y digo pegados, porque eso es lo que pasó. Lima es una ciudad acogedora y los peruanos, en general, muy solidarios. Así como Buenos Aires es la ciudad del “no” (no se puede, no se debe, no hay, no sé), Lima es la ciudad del “sí”. A todo te dicen “si” aunque después no hagan nada o te encuentres más solo que Adán el día de la madre. Cuando llegamos a Lima fuimos a buscar hotel. Las tres mujeres se alojaron en pleno Jirón de la Unión (una especie de calle Florida limeña); los cuatro hombres terminamos en un hostal frente al convento de San Francisco a pocas cuadras. Antes de acostarnos y para festejar el arribo después de la aventura Wippla, bajamos a un bar y pedimos cuatro piscos. Nos vieron caras de pajueranos y nos sirvieron cuatro vasos grandes hasta el borde. Porteños y argentinos dijimos ¡salud! y nos mandamos sendos tragos y sorbos de un sólo saque... ¡para qué! El pisco peruano, un fortísimo aguardiente como la grapa, de uva y con cerca de 52º de alcohol, me quemó mi ya lastimado esófago. Mis ojos parecían salirse de las órbitas, y no encontraba la garganta. Todo era fuego líquido. Los mozos sonreían. Esa fue nuestra bienvenida. Borrachos y quemados nos fuimos a dormir la mona a la habitación con cuatro camas de metal y fundas blancas como las de los hospitales. Y en verdad lo necesitábamos. No estábamos enfermos: apenas moribundos.
En los días siguientes conseguimos alojarnos todos en el hotel de las chicas; uno de los que eligen los peones de toreros para la fiesta de octubre y noviembre en la Plaza de Acho, fundada por Pizarro cuatrocientos años antes. Allí tuve la segunda revelación: todo se sirve con arroz. Las comidas, los almuerzos, los desayunos, los cigarrillos, los postres, las galletas, los sánguches... todo es con arroz blanco. Claro que es un arroz graneado y, con el tiempo, exquisito. Pero en esos comienzos no era arroz: era atroz. Después descubrí que el arroz a la peruana con huevos fritos es una comida inolvidable. Pero necesitaba algo de carne a la parrilla. Soy de Buenos Aires: nací en Constitución. Así que salí algún mediodía a buscar ese olor tan característico del asado. Tome un colectivo (no como los que conocemos), sino un auto Chevrolet Impala donde va el chofer y seis pasajeros (dos adelante, cuatro atrás y en las horas pico un par más en los ceniceros), y me bajé en el barrio de Lince. Apunte hacia un típico mercado y encontré lo que quería: una anticuchera. Los anticuchos son brochets de caña, donde se ensartan pedazos de carne (después supe que eran trozos de corazón macerados con especias y vinagres desde el día anterior) y que se cuecen sobre una plancha al fuego del carbón. El olor a parrilla era total, pedí una porción (son dos anticuchos) y un choclo. Los choclos peruanos, limeños, son espectaculares: enormes, granosos, blandos, chorrantes, deliciosos. En la mitad de mi choclo tomé un anticucho y la señora me sugirió ponerle un poco de “ajicito”. Ella mojó apenas la punta de una cucharita en el líquido (parecía un común chimichurri), la escurrió y apenas rozó los trozos de carne. Yo, argentino y porteño, nacido en el barrio de Constitución, en un conventillo de la calle 15 de Noviembre 1300, donde un compadrito me enseño a tocar guitarra a los dos años, no iba a contentarme con tan poco. Agarré la cucharita, la llené con el “ajicito” y la descargué sobre los trocitos de carne recién asada y humeante y... ¡al buche! Esa fue la tercera revelación. Al primer mordisco sentí que la boca se partía en diez pedazos, que mi lengua era de fuego, los dientes carbones, el pelo se me erizó, perdí el habla y los poco del juicio que me quedaba. Quería pedir ayuda, pero no podía articular palabra. Respiraba para adentro y para afuera y era peor. Imparable. Fueron diez minutos de intenso suplicio hasta que el choclo, la chicha morada y algún ángel de la guarda vinieron todos juntos a salvarme. De a pocos pude volver a la normalidad. Ya no iba a salir más solo sin un guía. La lección había sido aprendida. Dolorosa, pero aprendida.
En ese hotel del Jr. de la Unión (las calles se denominan jirones y a su vez cada cuadra tiene un nombre: “de los zapateros”, “de las costureras”, etc.), asistimos a la fiesta más importante de Lima: la procesión del Señor de los Milagros, el Cristo Negro de Pachacamilla, cuya imagen es trasladada por los barrios de la ciudad Capital durante tres días de octubre, en un anda de plata que debe pesar hoy, varias toneladas, y que es cargada por cuadrillas de cargadores apenas algunos metros para ser relevados por otra. El Cristo Morado ocupa el centro de los festejos no sólo de Lima sino de todo el Perú y allí donde haya peruanos. Las mujeres se visten ese mes con un sobrio vestido de fuerte color morado y un lazo (una soga) blanco a la cintura. Los hombres se cubren con el hábito del Seño, una especie de poncho del mismo color y llevan la soga en sus manos todo el mes. Así van a sus trabajos, suben a los micros, comen en sus casas y restoranes o en la calle, atienden en los negocios. Ese mes es casto, no habrá fiestas ni excesos. En toda la ciudad se huele el palo santo. El Jr. de la Unión es una calle angosta y el hotel estaba en un segundo piso, lugar ideal para ver pasar la procesión. Son millones de fieles que acompañan cada uno de los tres recorridos. Los que van delante del anda, caminan hacia atrás (nunca se le da la espalda al Cristo Morado), los que van atrás rezan, gritan vivas, cantan. Alrededor del anda una soga divide el lugar de los notables, las beatas sahumadoras que balancean sus sahumerios y las varias orquestas militares que se turnan, de los filigreses que claman, recitan trozos de la Biblia, cantan y, como vi con mis propios ojos, son capaces de inflingirse los mayos castigos evocando la Pasión de Cristo, o ir de rodillas arrastrando una enorme cruz de roble, sobre vidrios rotos exprofeso.
Cualquiera es un pastor, un decidor de canónicas sentencias, un oficiante autoerigido. Cuadras y cuadras de creyentes acompañan estas multitudinarias procesiones. En ellas, se comen las tradicionales viandas fritas limeñas; picarones (buñuelos de masa y miel de chancaca); papas rellenas, las cachangas y el famoso turrón de Doña Pepa, un dulce de masa con melaza y confites que no tiene parangón en el mundo por su suavidad y exquisitez. Los negocios del Jr., cubren sus paredes y vidrieras con andamios del piso hasta la altura de un hombre para que la inevitable presión del gentío no rompa vidrios o derribe puertas. Es una fiesta imponente, sólo comparable con la procesión de las Saetas de Pamplona, en España. Se huele a devoción; en las puertas de las muchas iglesias, se venden “milagros”, objetos de plata con forma de órganos: pies, brazos, riñones, corazones, hígados, ojos de distintas medidas y precios que se le llevan al Señor cuando el milagro es concedido.
Fue para nosotros siete el ver pasar esa multitud creyente, una otra revelación. Soy ateo hasta la médula, pero no pude dejar de conmoverme hasta el tuétano por ese espectáculo de fe casi pagana. En los casi 20 años de mi exilio peruano he asistido a muchas de esas procesiones y llevado a mis hijas. Es algo digno de participar.
Pasada esa fuerte conmoción comenzamos a relacionarnos con parte de la “intelligenzzia” limeña en sus reductos: los bares “El Goya”, “El Versalles”, “El Haití” de Miraflores, “El Viena” a un costado del lujoso Hotel Bolívar y casi todos cerca de la plaza San Martín, el centro de reunión ( o de paso) limeño. Allí conocimos a Yuri Khun, un desfachatado periodista y su exótica mujer Cármen. A Carlos Velaochaga un “bon vivant”, a Fernando La Rosa, fotógrafo, poeta y aventurero. A Reynaldo D’Amore, un argentino exiliado desde la década del 50 y dueño del Club de Teatro, Eduardo Cesti, actor, Olga Jaramillo, actriz, Vlado Radovick galán limeño y productor de espectáculos, el fotógrafo chileno Pepe Casals y parte de la parafernalia limeña.
Fernando la Rosa nos invitó a vivir a su casa en el barrio de La Punta, junto al puerto de El Callao, en las afueras de Lima. En realidad, no era suya esa casa, era prestada. Construida como un barco, estaba junto a la playa (de piedras, no de arena) recostada contra la Escuela de la Marina. Entrabas por la bodega; subías escaleras y llegabas a una cubierta salón, con dos o tres salas de estar. Una amplias escaleras de madera te llevaban a otro piso, donde a lo largo de dos pasillos estaban los camarotes y baños. Más arriba el puente de mando con timón, rosa de los vientos y bitácora, amplia terraza y un par más de habitaciones que sostenían chimenea y mástiles. Un lujo.
Para nuestras ya alicaídas finanzas, era como un salvavidas justo a tiempo. Desde ese búnker, pudimos establecer buenas relaciones y hacer temporada de las obras que llevamos: “El Menú” un compendio del Retintinante tintinear” de N. F. Simpson y “El mueble” de J. Tardieu. El grupo Teatro de la Peste causó fuerte impacto para afuera, y una implosión para adentro. Se deshicieron dos de las tres parejas y algunos integrantes volvieron a la Argentina. En Lima nos quedamos cuatro: mi hermana María Inés, su pareja Arnaldo Rico, Héctor Scarpino y yo. Arnaldo todavía vive allá. Mi hermana regresó en 1983. Yo en 1992.
Pero a principios de 1967, sucedió un hecho importante. Me había separado de mi primera esposa Susana Constante y mudado a casa de otro peruano Iván Rabinovich. Estaba solo y dolido como en el tango (recuerden que soy porteño). Una mañana, en medio de mis delirios frecuentes, Skarpe, el soltero del grupo, se puso a noviar con una bonita limeña: la María Luisa la “Chica Checa”. Ella tenía un auto Triumph, rojo de dos puertas y cuatro asientos. Yo estaba en el departamento de Iván, en San Isidro, y después de desayunar las mejores butifarras de jamón del país en el Davory, necesitaba una máquina de escribir mis penas. Y llegaron Skarpe y María Luisa para sacarme del ostracismo sanidrino y llevarme a cualquier parte esa hermosa mañana de febrero. A un velorio. Había muerto un prócer, el “Amauta” (sabio en quechua) escritor Ciro Alegría. El asunto era en su casa de Jesús María, otro barrio residencial, e iba a estar presente su hijo Alonso, estudiante y director de teatro de la Universidad de Yale, USA. Allí habría una maquina de escribir, seguro. Era el velorio de un escritor. ¡Qué más podía pedir! Y ahí fuimos en el Triumph, sorteando un árbol centenario plantado en medio de la calle. Pero antes... (siempre hay un antes en los momentos importantes), pasamos a buscar a una amiga, vecina de la “Chica Checa”. Yo no quería ver ni hablar con nadie (como actor sabía que no hay nada mejor que la soledad para la melancolía). Cuando llegamos al edificio de la amiga, esta bajó y entró al asiento de atrás del autito rojo, junto a mí. Sólo vi un par de larguísimas piernas latinas entrando en un pequeño auto inglés. Los tres, hablaban como si hubiesen comido guiso de loros; yo, mudo (y demudado). Cuando llegamos al velorio, se bajaron del autito y comenzaron a saludar a varios de los asistentes, la viuda y el hijo famoso del escritor famoso.
Yo deambulé por esa larga casa tipo chorizo, con muchas habitaciones y patios donde el sol del mediodía estallaba. Después de tomar café, pisco, algarrobina y agua, decidí instalarme en una sala donde había un piano y algunas personas. Entre ellas, la vecinita de María Luisa. Miré su ajustado vestido verde con botones adelante, que no podían ocultar sus hermosas y larguísimas piernas. Subí la vista después de un rato por todo su cuerpo y le miré a los ojos. Era una de esas rubias de novela policial de Phillip Marlowe de Raymond Chandler. Boca grande, ojos verdes, largos brazos, alta, muy alta, un cuello de cisne y movimientos generosos. ¡Bien!, dije:”Esa rubia debe tener algo más que una máquina”. Y ahí fui. Le pregunté casi encima de ella si tenía maquina de escribir. Y dijo la palabra mágica: “sí”, con toda naturalidad casi sin mirarme (era lógico; a pesar de estar en el velorio de otro, ella era el centro de muchas de las miradas).
–¿Me la podés prestar?
–Tal vez.
–¿Podemos ir ahora a buscarla?
–No sé quién eres...
–Un amigo de María Luisa...
–Entonces puede ser, pero ahora no. Estamos en un velorio..
–¿ Y dentro de un rato?
–Tampoco, me viene a buscar mi enamorado.
–¿Y más tarde...?
–No puedo; tengo una comida y voy a terminar muy tarde en la noche.
–¿Tarde... a qué llamás tarde?
–No sé... dos, tres de la mañana.
–¿Puedo ir a buscar la máquina a las tres y media? (lo mío era ya impresentable).
––¿A esa hora... no es muy tarde para ti? (las peruanas no hablan nunca de vos).
–No, está bien... no tengo nada que hacer hasta esa hora que no sea suicidarme. (estábamos en el velorio de un sabio y el chiste me pareció de muy mal gusto, pero le saqué una sonrisa tipo la Gioconda)
–Bueno... a las tres y media en San Isidro.
Así conocí a Luz Freire, mi compañera desde hace 40 años. Tenemos dos hijas (y, por supuesto, la máquina de escribir Lettera 22, que aunque no sea la misma, es igual). Yo había visto antes a Luz haciendo teatro en la AAA. Era la Inés del “Sí de las niñas”, de Moratín, obra que creó basándose en la vida de las hermanas Sánchez. Criollas argentinas Mariquita se casó con Thompson –en su casa se cantó por primera vez el Himno Nacional Argentino–, y Luz había sido actriz de la obra “Los Invasores” dirigida por Alonso Alegría. Todo encajaba. Hasta yo. Esa noche del 12 de febrero comenzamos nuestra larga relación que nos llevó hasta aquí y ahora. Luz, además de rubia, bonita, alta era modelo de publicidad y tuvo algunas participaciones memorables en la televisión de b/n. También fue elegida Miss Venus Atómica en alguna oportunidad (que ella prefiere mantener en el olvido). Es peruana, limeña y mazamorrera; buena bailarina de danza moderna y de las famosas marineras o zamacuecas, habladora hasta por los codos y gran compañera. Psicoanalista durante muchos años fue amiga/alumna de Oscar Massota y fundó en 1978 la Asociación Freudiana de Lima que luego derivó en Escuela y existe hasta hoy. Luz dejó el psicoanálisis, antes que el psicoanálisis la deje a ella, y se dedicó a la corrección, traducción y edición de libros, actividad que sigue en la actualidad. Conmigo, y en 1967, actuó en “Luv” de Murray Schigall durante el Primer Festival de Teatro de Vanguardia que hicimos ese año y reconocido años más tarde el primero como tal por algún investigador alemán.
Recuerdo cuando escribí un plan para renovar el teatro limeño y fui a ver al entonces ministro de Educación peruano César Miró. Llegué al enorme edificio de la Colmena y Av. Abancay, pregunté por el ministro y me indicaron un ascensor. Fui al piso 11, y llegue hasta el escritorio de tres secretarias. Una de ellas me preguntó el motivo, me hizo tomar asiento y a los pocos minutos me acompañó al despacho. Ahí estaba César, suelto, alegre, muy bien vestido a la europea, que me convidó un café servido por él mismo y sentándose en un típico sillón de ministerio, escuchó por varios minutos el proyecto. Estaba entusiasmado: el tenía otro pero con varios puntos coincidentes. Esa charla amena, nos transformó en amigos. Pude ver a César Miró varias veces en los siguientes años de exilio, siempre atento, locuaz, participativo y generoso. Por él pudimos hacer obras en el teatro de su ministerio. Miró era un invitado obligado en los principales corrillos intelectuales de Lima. Y en las peñas musicales. Luz, también, claro que en calidad de bailadora de marineras y fugas.
Nunca le gustó Lima y siempre quiso vivir en Buenos Aires. Lo logró, pese a mis reparos de volver a la Argentina. Como dice el vals peruano: “todos vuelven al lugar en que nacieron”.
Después de “Luv” hicimos una versión “sui generis” de “Leonce y Lena” de Büchner, con proyección de un corto filmado por el talentoso Eduardo Madueño donde trabajamos varios de los actores del grupo de la Peste y estrenamos en los teatros del Ministerio de Educación, el Pardo y Aliaga, y La Cabaña. Incluía un bolero de Javier Solís, la escena del balcón de Romeo y Julieta de Shakespeare y una parodia del comercial de Jabón Lux “9 de cada 10 estrellas”.
Después de estos anárquicos dislates estéticos (que merecieron jugosas críticas) y cerca del fin de año, el original y único esposo legal de Luz, el periodista Gino Miglio y padre biológico de mi hija Luz María, hizo una transacción inmobiliaria y le dio a Luz parte de ella; unos u$s 9000. Ella vino a consultarme y entre ambos tomamos la decisión de no comprar un auto usado ni pagar el anticipo de un departamento en país alguno: nos fuimos primero a Buenos Aires unos días y después a Europa por un año. Sobre todo a Paris. Allí fuimos parte activa del Mayo de 1968.
En agosto de 1975 fui detenido y echado de mi ciudad y mi país otra vez por la intolerancia de gobiernos autoritarios. Salí como pude –en realidad a pie hasta la frontera boliviana después de un viaje en tren a La Quiaca y el trasbordo a Villazón. Entre otra vez en el Perú a fines de Agosto de 1975, con mi madre, mi hija Camila de apenas tres años y medio y treinta pesos argentinos. Era poco, casi nada. Y estaba vivo. Que como venía la mano en esta rara Argentina, no es poco. Unos meses después, iba a desatarse la peor cacería con 30.000 desaparecidos.
De La Paz y la guerra, entré otra vez al Perú en ómnibus, ahora desde Puno y Arequipa. Llegamos una mañana temprano a la terminal de Ormeño en el Cercado y de allí a Miraflores, a la casa de otros exiliados: dos hermanas mías.
En sus casas estuve corto tiempo. Primero en un departamento, durmiendo sobre colchones en el suelo, todo muy precario (y aburrido) de una hermana precaria y aburrida. Después nos mudamos (Camilita y yo) a la casa de otra hermana, también precaria pero menos aburrida. Vivía en el lujoso barrio de Monterrico, un reducto residencial justo al pie de los primeros cerros y muy cerca del Museo del Oro del Perú (esto es para explicar el porqué del rico del monte). Allí estaban mi hermana Marucha, su novio Rubén Portnoy; la novia de su novio Lilly, el novio de de la novia del novio de mi hermana, Alfredo, los hijos de varios de ellos: Lautaro, Joel, Abril, Cami y yo. Disfrutaba por primera vez del exilio. Una casa de varias habitaciones, enorme cocina, jardín adelante y atrás. Los chicos estaban en su salsa. Los grandes en grandes ensaladas. Todos mezclados, mezclidos, mezcludos. Rubén, excelente creativo, trabaja en una agencia de publicidad limeña; ganaba buena plata y se había comprado, con ayuda de su padre, una pequeña flota de Volkswaguen usados, con la intención de repararlos, venderlos y hacer una buena diferencia. Claro que siempre hay un pero. Y ese pero era Alfredo, un nato rompecoches. Salíamos en los VW a hacer de taxis, para colaborar con las hambrientas bestias que éramos. Pero Lima quedaba a varios kilómetros; de venida era subida, pero de ida, la ruta era en picada. Y Alfredo disfrutaba poner en altas velocidades a esos autos populares, diseñados para ser utilitarios y lerdos. Y así se puso de sombrero algunos de ellos. Salía en auto, muy temprano en la mañana y casi siempre regresaba a pie. Un clásico. Llevamos una vida complaciente y bucólica de día y agitada de noche. Ensayábamos teatro: tocábamos música, comíamos salchichas con puré casi todos los días y probábamos, a veces, los mejunjes vegetarianos de Lilly.
Todo parecía estar en equilibro. Hasta que una mañana, tirado en el pasto del jardín mirando el sol, fui interrumpido por mi hermana al grito...: ¡¡Gustavo, los chicos tomaron veneno...!! Entré y vi a Joel sentado con espuma en la boca, Camila que se le revoleaban sus ojitos, un envase de hormiguicida en el suelo y fuerte olor a DDT. Marucha el estaba dando leche a Joel, para que el licuado con DDT lo hiciera vomitar. Yo estaba en shorts y descalzo. Tomé a Camila en brazos y salí corriendo hacia la ruta (justo esa mañana no había ningún VW libre); paré al primer automóvil que pasó y le di una orden tajante y seca: ¡al Hospital de Niños! El pobre hombre, sin entender si estaba frente a un asalto, un crimen o un accidente, voló hasta el centro de Lima. Cuando llegamos a la Guardia entré como Rambo con Camila semidesvanecida en mis brazos. Apunté para una sala y llamé a gritos a los médicos; vinieron varios, tomaron a Camila, la llevaron a otra sala mientras preguntaban qué había pasado. Quise entra con ellos pero me detuvieron:—¡quédese donde está... lo que va a ver no va a gustarle nada. Vamos a hacerle un lavaje de estómago! —Tiene que sacar una orden de atención ambulante.
Yo estaba semidesnudo, descalzo y espantado. Me acerqué a una de las ventanillas y pedí la orden. Valía 5 soles. No tenía un céntimo. El chofer que me acompañó entendió todo y pagó por mí. Al rato pude ver a Camila. Estaba mejor.
Así fueron mis primeros meses del segundo exilio. A los brincos, con algunas compensaciones. Una de esas tardes se apareció Rubén con otra argentina escapada y me dijo: “Gustavo, la dejo en tus manos”. Allí conocí a Liliana Villagra, jiposa, médica morocha, alta, de unos profundos ojos verdes, sola y desarraigada como todos nosotros. Nos hicimos amigos y compañeros. Pudimos caminar juntos, hablar, escucharnos, contar nuestras historias. Era una persona calma y sensata, distinta a los especímenes raros que habitaban la casa de Monterrico. Liliana estuvo en el Perú muy poco tiempo, apenas dos o tres meses, pero era como un bálsamo, una dosis de serenidad en medio de los constantes sobresaltos. Siempre voy a estar agradecido de su presencia y compañía.
Hacia fines de 1975 me mudé al barrio de San Isidro, a medio camino entre Lince y Miraflores. Era la casa de Esther Ventura y Víctor Kotler. Esther (más conocida como Entel Ventura) hablaba por teléfono sin parar más 18 horas al día; era productora de publicidad y hoy una de las más cotizadas diseñadoras de joyas. Víctor, era raro. Gran documentalista de fotos y audiovisualista, tenía un humor ácido, tanto como los tomates con ajo que preparaba magistralmente frotándolos contra pan baguette más aceite de oliva. Una fiesta. La casa de la calle La Florida era un búnker. Allí recalaban en busca de refugio cuanto argentino escapado pasaba por Lima. Y no sólo argentinos, también chilenos como Lautaro Murúa, con quien tuve el privilegio de compartir mates y opiniones; era un tipo formidable, sencillo y afectuoso. Estuve en esa casa, siempre con Camila, poco tiempo, pero el suficiente para hacer buenos amigos. Junto a ella, había (todavía estaba en 2001) una casa tomada por okupas llena de ventanas, puertas y laberintosos pasillos que prenunciaban raros y sospechosos intercambios, gritos y, de vez en cuando algún balazo.
Cerca del fin de diciembre del 75, me vino a buscar una ex compañera del grupo Teatro de la Peste residente en Lima, Mercedes Silvestri, y entonces pareja de Alberto Núñez Palacio, un talentoso músico y creativo. Había sido guitarrista de Piazzola y manejaba la viola con particular destreza. Trabaja en una agencia de publicidad, Interandina, como redactor y necesitaba ayuda. Ese era mi trabajo en Buenos Aires, director creativo; así que abandoné las ojotas, el short y la camisa afuera, por el más serio uniforme de pantalón, saco y mocasines (con medias).
Interandina de Publicidad era la agencia de la desaparecida Braniff, la línea aérea cuasi oficial de USA, esa que pintó sus aviones de colores subidos, diseños de Calder y nuevas maneras de tratar al pasajero común. Braniff tenía cubiertos propios, mantas lindísimas, vajilla especial, comidas ídem. Una compañía aérea grande y una agencia de publicidad chiquitita con, además, grandes problemas financieros.
Los ejecutivos de Interandina eran Eduardo Cermessoni, Alberto Mazza, Bobby Booth (ex Braniff), Alejandro Aspíllaga y Alberto Núñez. Allí fui y me quedé tres años. Me llevé muy bien con todos, y ellos confiaban en mí. Teníamos una oficina amplia en la cuadra tres de República de Chile. Casi desde mi llegada se respiraban aires de cambio. Una mañana Booth, el director en jefe, nos junta a Nuñez, Aspíllaga, Cermesoni (siempre de paso por Lima) y nos dice: “Debemos cambiar la manera de operar: hay que echar al administrador y al jefe de medios. ¿Quién lo hace? Yo no. Aspíllaga dijo, yo no los contraté. Nuñez dijo: “...yo soy un creativo, y extranjero”; Cermessoni acotó: “ya viajo mañana a Buenos Aires y no regreso hasta el mes que viene”; y todos me miraron a mí: era el candidato justo; escobita nueva barre mejor. Así que salí de la oficina de Booth, entré en la del administrador Walter Chicó Banda y le dije poniéndole una mano en el hombro con vez firme y sin pestañar: “Walter, estás despedido. Toma tus cosas personales y la semana que viene tendrás hecha tu liquidación”. Me miró con ojos desorbitados y culposos. Formaba parte de lo que denunciaba su segundo apellido: la banda que venía distrayendo fuertes sumas de dinero. Interandina tenía un déficit financiero de más de 5 millones de soles (en esas épocas, una fortuna). Abrió su maletín, puso en él algunas cosas suyas y no volvió jamás. Giré a su secretaria que me miraba espantada y le dije: “Esto no es nada personal, sólo negocios” parafraseando a Pacino en “El padrino”. “Puedes elegir: o también agarras tus cosas y te vas, o te quedas y me cuentas toda la verdad que sabes sobre esta oficina: qué es cada bibliorato, cada libro, cada factura, cada documento”. “Sí, señor Mac Lennan” murmuró con lo poco de voz que le quedaba. Así me convertí en pocos minutos en el nuevo administrador. Sobre eso no sabía un pomo. Era un aterrizaje forzoso. Había que sentarse en la butaca del piloto y llegar a destino (como Doris Day en no sé qué cinta). Al poco rato y con ese coraje desconocido que te dan las situaciones nuevas e inesperadas, salí de mi nuevo despacho y fui al del jefe de medios, Jorge Vázquez, del que era amigote. “Jorge..., sabemos que has estado metiendo las manos en la lata, distrayendo dineros que no te corresponden y haciendo arreglos poco claros, siempre a tu favor y en contra de la agencia. Estás despedido y, trata de ser claro en estos próximos días o las cosas pueden ponerse feas”. También culposo, apenas intentó alguna disculpa, pero se fue de inmediato. Así fue también como me convertí, de redactor creativo en administrador y jefe de medios, en una sola mañana. Era una patriada. Volví a la oficina d Booth sin un rasguño y dije: “Misión cumplida, Chico Banda y Vásquez se fueron, ahora hay que poner todo en claro y empezar de cero”. “De cero, no —dijo Booth... de menos cinco millones—”, y todos estallamos en una carcajada.
Interandina se convirtió en mi segunda casa (vivía entonces en una habitación del departamento de Alberto Núñez Palacio). Allí estaba desde temprano en la mañana hasta entrada la noche, incluso sábados y domingos. Poco a poco fui limpiando, con ayuda de la secretaria, cada rubro: libros Caja, Mayor, Bancos, Clientes, Menor y todas las exquisiteces contables. Facturas por pagar, por cobrar, saldos bancos, letras, pagarés, cheques, órdenes de compra, insumos, inventario, sueldos, planillas, aportes y otras nimiedades que me hicieron comprender por qué los contadores tienen tan mal genio y cara. Éramos pocos (unas 12 personas) pero el trabajo enorme. Recibí la inestimable ayuda de varias empleadas, empleados y cadetes, y de los ejecutivos; si no hubiera sido imposible, y muchas recompensas. Bobby me prestaba casi todos los días una camioneta Datsun suya. Alberto me dejó, cuando se fue a México en 1977 donde vive, su VW verde que tuve hasta 1992. Braniff se congració conmigo cuando puse al día su Media Plan, un ordenamiento del presupuesto que era aplicado en cada sucursal, donde se ejecutaba y justificaba cada inversión y gasto mes a mes, medio por medio, campaña tras campaña. Ese sistema lo apliqué luego cuando, en 1978, fui gerente de publicidad de Aeroperú, la aerolínea de bandera.
Y fue en Interandina, donde conocí a Graciela Brodsky Dei, una argentina de enormes ojos que acompañaba a un arquitecto amigo de Núñez Palacio. Había química entre ambos y nos hicimos muy amigos. Todo esto en 1976. Graciela fue una ayuda invalorable para esas interminables jornadas de Media Plan, con alegría y serenidad. Al poco tiempo pude alquilar una enorme casona en el coqueto barrio de San Isidro, en la calle Los Robles, lejos de todo negocio y tráfico; un oasis. En ella estuve hasta 1980. El alquiler era alto, pero mis ingresos lo resistían. El VW pasó a mi poder legalmente, mis hijas iban a colegios pagos, jugaba rugby en el Club Lima Cricket con un grupo de argentinos, ingleses y uruguayos (se cortó en 1982 por Malvinas), tenía amigos, amigas y compañeros exiliados, como José Luis Moreno Báez “El Tordo”, médico y su familia. Se convirtió en mi médico de cabecera. Y siempre acertó, incluso con diagnósticos difíciles y tratamientos aun más. El salvó a mi suegra de una profunda depresión abandónica, recetándole placebos y tés cada hora y media. Un mago y buen amigo, y médico.
Por esa casa de Los Robles, pasaron infinidad de amigos (y otros no tanto), escapados, exiliados, buscadores de aventuras, desarraigados, transeúntes. Era un enorme caserón de dos pisos, tres livings (uno con chimenea) abajo, dos cocinas, dos baños, un patio interno, jardín atrás, otro adelante y garaje; en el piso superior cuatro dormitorios y otro baño general, todos alrededor de un foyer que parecía un ambiente más. Era espaciosa, con mucho sol, pisos de madera, puertas amplias y generosas. Siempre había lugar para alguien más. Gustavo Núñez (otro, no el publicista) que me dejó inmensas cuentas impagas de teléfono; Boris del Río y su esposa (que se llevó un libro sobre escenografías del mundo); Juana Shapire, la mujer de Raymundo Gleyzer y su hijo Diego; la Tana y su pareja Eduardo Elisei; Rita, una bella argentina, alta que tenía una boutique; Carlos, un amigo de ellos que me regaló un Rolex legítimo y una balancita para pesar droga a Camila; Rosita Vera, prima hermana de Luz; Tomy y Marcela Borok, en su viaje al Cuzco; Alberto Vales, cineasta y gran amigo hasta estos días; Graciela Brodsky; Alicia Rosendon, publicista; mi hermana María Inés y dos de sus tres hijos, Avril y Joel; Rubén Portnoy y María del Carmen Agnone; una española y su marido que le regaló a Luz un saco de terciopelo negro que todavía conserva; alguien que hacía horóscopos, Babase y su pareja, y otros varios cuyos nombres –lamento– ya no recuerdo.
Hubo momentos donde llegábamos a la casa y alguien nos preguntaba “¿y tú quién eres?”. Así las cosas en el exilio. Alguien va, alguien viene. Pero todos vuelven.
En esa casa nos sorprendió el “toque de queda” que duró varios meses y nos obligaba a hacer reuniones de “toque a toque” desde las ocho de la noche a las ocho de la mañana, o correr el riesgo de ser baleados por militares. También algunas explosiones lejanas (y otras no tanto). Épocas de vedas, de cambio de moneda, de vueltos con cajas de fósforos porque las monedas desaparecieron. A la vuelta de la casa estaba la huaca Choquehuanca, una reliquia anterior a los incas, un montículo de una manzana por media de alto que escondía un templo bajo tierra. Hoy es un museo de sitio y paseo obligado de turistas.
Mis casas en Lima fueron pocas y duraron temporadas largas: Monterrico, Miraflores (de un lado y del otro del Zanjón, autopista free way construida en los ‘60 y que une el centro con el sur de Lima en minutos), San Isidro (Los Robles y Los Ficus), San Borja, Barranco. Esta daba sobre el mar: bastaba abrir las ventanas para verlo; había sido la casa del poeta Westphalen y la administraba la agencia de publicidad Forum. En esa agencia trabajé después de Aeroperú, con Jorge Salmón, un cotizado empresario y creativo (él había diseñado la campaña de la línea aérea peruana). Hice muchos amigos y entrañables compañeros de trabajo entre 1980 y 1983, como Juan Carlos Coronel. En el 79 filmé el largo metraje “Abisa a los compañeros” como coprotagonista dirigido por Felipe Degregori. Un policial basado en la novela de Guillermo Thorndike sobre el asalto al Banco de Crédito de 1963, hecho real para recuperar dinero para los campesinos alzados en armas en el Valle de la Convención, en Cuzco, liderados por el todavía vivo Hugo Blanco.
“Abisa...” fue visto por un millón de personas en el Perú, y tuvo su correlato en USA, La Habana y en Mar del Plata. Hubo algunas anécdotas previas, durante y después de su estreno. Por ejemplo aquella durante la filmación —en el Cuzco— donde en la captura se usó balas de fogueo en el enfrentamiento entre los guerrilleros y la policía. Claro que las balas fueron fabricadas en Lima (cápsula, pólvora y punta de aserrín) nivel del mar, 92% de humedad, la media de la metrópolis. Cuzco, a más de 3400 metros, una media de humedad de 25%, el aserrín se endureció. Nadie lo previó. En una escena, con un contraplano, sólo quedó junto a la cámara el foquista. Una de las balas le dio en la frente y le produjo herida con mucha sangre. Se pudrió todo. El director de exteriores, Augusto Tamayo Vargas paró la filmación, puso el grito en el cielo y amenazó con volverse a Lima. Todo eso duró tres días que, para algunos (salvo el foquista herido) fueron merecidas vacaciones; una parte del equipo se programó ir a Macchu Picchu; otro, al que me uní, decidió ir a los Anfiteatros de Morai, donde el Inca veía espectáculos en su honor. Bajando a la famosa ciudadela peruana (Cuzco está a 3400 mts y la fortaleza a 1800 mts) cuando se llega a los Baños del Inca, en vez de seguir por el Valle Sagrado, seis de nosotros subimos en un VW a las cumbres. Yo esperaba ver sólo cóndores y piedras. No, son enormes campos de trigo y quincha; así viajamos algunas horas por una huella por la que hacía tiempo nadie pasaba y llegamos a un poblado donde sus habitantes nos confesaron que éramos los primeros en mucho tiempo. Saliendo por el pueblito y ya a campo traviesa, a los pocos kilómetros y en medio de los trigales se abren tres fosas como conos invertidos: dos grandes (de unos 50 metros de diámetros 30 de profundidad) y una más chica que servía como lugar de ensayos. Las dos fosas grandes, cavadas en la tierra, estaban cortadas en uno de sus lados y como a 100 m se ubicaba una larga explanada desde donde el Inca veía lo que ocurría en ambas. Eran imponentes y singulares. Recuérdese que éramos gente de cine, actores y técnicos. Hicimos una prueba: alguno de nosotros se colocó en la explanada, otros en la profundidad de las fosas y otros al borde de las mismas. Hablaron en voz baja, casi en susurro y... ¡milagro!: se escuchaba todo con total nitidez, a pesar de las distancias. De regreso. Me traje como recuerdo a una de las piedras que conservé años. La otra anécdota cuzqueña sucedió también mientras filmábamos: una mañana, nos avisan que, en un barcito cerca de la locación, estaba uno de los auténticos asaltantes, el Negro Candela. Paramos todo y fuimos a hablar con él. Un hombre sencillo, reservado, pero amigable. Para mí un plus. Candela fue el que acompañó a Krauss, el personaje que hice en “Abisa...” y conviven escondidos en los cerros del Cuzco varias semanas, buscados por toda la policía del país, hasta que escapan cada uno por su lado. Krauss escapó mezclado con un grupo de turistas alemanes, viajó con ellos de regreso a Lima, estuvo de incógnito varios meses, acosado por las fuerzas de seguridad (y también por los miembros de partidos trotzkistas que pensaban que él tenía el dinero); se entregó dos años después en una acción más de vodevil que de tragedia: fue al departamento central de policía y pidió hablar con un oficial. Le dijeron que no había llegado ninguno y que si era importante, espere. Esperó tres horas, hasta que harto, sacó su arma, golpeó con ella un escritorio y dijo “¡soy Krauss, carajo...!, ¿quieren o no que me entregue?
Años después, ya bajo el gobierno de Velazco Alvarado, el Che Pereira, el español Félix y Krauss, fueron puestos en libertad. El Gallego volvió a su tierra, Krauss puso una carnicería en Bahía Blanca y Pereira, después de una breve estadía en España, se unió al PRT-ERP de la Argentina.
La otra anécdota sucedió en Lima el día del estreno de “Abisa...” para la prensa e invitados especiales. Era en el cine Canout y por la tarde. Larga cola para ver el primer film político peruano; adentro, actores, técnicos y productores. Afuera, un grupo de tres personas desplegó sendas mesas de protesta por la proyección: dos de ellos eran ex participantes reales del robo, en desacuerdo con el tratamiento novelístico del guión. Hubo idas y venidas durante un rato; al final se consensuó que entraran, e hicieran sus cargos después de la proyección. Así fue y esa función duró mucho más de lo previsto.
Sin embargo “Abisa a los compañeros” fue para mí el trampolín por el cual entré por la puerta grande de la actuación limeña. Una obra de teatro con Orlando Sacha, Germán Vegas Gary y otros actores importantes, “Judas no llora hoy”, nos puso otra vez en el candelero: era la historia del Cardenal Wizinsky en la Hungría comunista de Tito, su captura, pasión y alegatos que levantó a muchos contra el régimen. Allí comenzó una larga carrera en teatros, TV, cine y radio que ya no sé detuvo jamás.
Pero, además, yo seguía en publicidad. Entré en la agencia Forum con Salmón.
Salmón había estado exiliado en Ecuador durante el gobierno de Velazco Alvarado. Allí diseñó la campaña “La ruta del Sol” para Aeroperú y yo fui el encargado de ejecutarla. Mi relación con él fue creciendo y me ofreció integrar el staff de Forum. Allí trabajé entre fines de 1979 a 1983. Muchas fueron las promesas y pocos los resultados. Forum creció rápido, compró un edificio, ganó cuentas nacionales y de las otras, Winston, Shell y hasta Coca Cola, por ejemplo. Tomó empleados, gerentes e hizo de su nombre una marca de calidad. Parte de ello fue por mi trabajo. Sin embargo nunca se plasmó en acciones y me fui de Forum, como cuando llegué: sin nada, salvo algunos entrañables amigos y compañeros (que no es poco). Fui contratado como supervisor creativo en Walter Thompson durante dos años y me ofrecieron formar parte del staff con un generoso sueldo en dólares. Pero mis compromisos actorales, también iban creciendo. Y tuve que optar. Siempre elegí la actuación, aun hoy sigo haciéndolo. Me llamó uno de los principales productores teatrales limeños, Horacio Paredes y con él trabajé muchos años en diversas salas: Montecarlo, Real Teatro, Mariátegui, Canout. Después del éxito taquillero de “Hello Dolly” (casi dos años con un promedio de 350 espectadores por función y seis funciones por semana) con Lola Vilar donde no sólo actué, sino que bailé y canté (hice el Van del Gelder, personaje que en la versión filmica le valió un Oscar a Walter Mathau), fui convocado por Oswaldo Cattone, el otro gran productor, a la vez actor y director y excepcional adaptador dueño del Teatro Marsano.
Con él hice dos fuertes temporadas, “Vidas privadas” de Noel Coward y “Chismes” de Neil Simons. Ya en 1992 volví a trabajar en el Montecarlo con Lola, en “Aprobado en castidad” de Luis Peñafiel, seudónimo de Chicho Ibañez Serrador y, curiosamente la primera obra que vi yendo solo a un teatro en la Argentina, cuando tenía 14 años. Todo vuelve. Todos vuelven “por la ruta del recuerdo” dice el vals de Miró. De mi etapa actoral (más de 40 obras en 18 años de exilio) valoro la amistad con grandes personas y actores y actrices peruanas; perdón si omito alguna: Orlando Sacha, Germán Vegas Garay, Lucho Roca, Vinko, Iris Rivasplata, Luis Lara, Roberto Sánchez, la Mono Vegas, Oswaldo Cattone, Eduardo Cesti, Ivonne Fraysinet, Regina Alcover, Oscar (el zambo)Vega, Lucho Hernández, Ester Ventura, Víctor Kotler, Marcelo Oxenford, Darío Mendiguetti, Sonia Pinto, Bettina Phillips, Antonio y Narda Aguinaga, Reynaldo Arenas, Enrique Avilés, María Cristina Ribal, Osvaldo Bravo, Carlos Cano, Mari Pili Barreda, Humberto Cavero, Katia Condos, Ramón García, Patty de la Fuente, Jaime Lértora, Tulio Loza y su hija, Víctor Prada, Hernán Romero, Félix Álvarez, Cecilia Tosso, César Valer, Enrique Victoria, Las dos Lourdes: Bernizon y Mindreau, Hugo Salazar, Mercy Bustos, Élide y Gianfranco Brero, Alberto Ísola, Fernando de Soria, Ruth Razzeto, Jorge Sarmiento, Sergio Arrau y tantos otros.
En 1987 me hice cargo de la gerencia de Promociones de Canal 4 América TV. Y de allí conservo aun la amistad de Jenny Montori y Giselle Guzmán. La de varios e importantes locutores como el fallecido maestro Arturo Pomar. Ya a fines de 1991 el clima se estaba poniendo color de hormiga. La guerra desatada por Sendero Luminoso y enfrentada a la mala por los sucesivos gobiernos, había envuelto a Lima.
Atentados, bombas, cortes de electricidad y de agua, toques de queda y asonadas, vidrios rotos y sustos, ponían al Perú en vilo. Nos acostumbramos a tener la ropa arrugada, la conciencia arrugada y el alma arrugada. Nos bañábamos cuando podíamos, el cólera nos enseñó a beber agua con gotitas de lejía y cocinar a las apuradas para cuando no hubiera luz (todas las cocinas peruanas son eléctricas).
Salíamos con desconfianza, volvíamos con desconfianza; casas enrejadas, barrios y calles vacías, controles permanentes, comisarías amuralladas, cruzábamos de vereda cuando veíamos un Banco, blanco seguro de senderistas. La cifra de 60.000 muertos y desaparecidos crecía imparable. Las ansiedad, también.
Esa misma ansiedad, sobrecogió a Luz hasta el tuétano. Dejo su estudio donde atendía pacientes que ya no lo eran más (en Lima ya nadie era paciente), la muerte y su sentimiento flotaba en todas partes. Y Luz es muy receptiva a esos efluvios. Entró en un profundo desgaste, sobre todo físico. De nada valieron análisis médicos y de los otros. Una tarde se incorporó de la cama y me dijo: “Gus... si me quedo en Lima, me muero”. Rápido como un cohete saqué un pasaje en El Rápido y Luz se levantó, no sólo de la cama sino de esa ciudad gris que nunca le gustó. Viajó en los primeros días de 1992 a dónde siempre quiso vivir: la ciudad del tango, de la pizza con fainá, al ruido de esta Santa María cuyo puerto tenía el nombre de los buenos aires; tardé seis meses en levantar campamento, parar la fuerte actividad en cine, televisión, teatro y radio que desempeñaba en Lima, y escuché el lamento de Luz desde Rosario: “Gus... mis libros... extraño mis libros, paso por las librerías y pienso en los 3000 libros que tenemos allá. ¿Podrías traerme algunos, los más queridos?” “Y a vos, también. Y eso hice; seleccioné 500, los metí en cinco cajas de cartón, me subí otra vez a un ómnibus, puse tres pavadas en un bolsito y enrumbé para el Sur. Al salir por la frontera chilena debí poner u$s 20 en el pasaporte para que me dejaran salir sin problemas. Para algo sirvió la fama lograda. Un viaje de tres días sin parar. Cuando crucé, después de 18 años el túnel del Cristo Redentor y el chofer puso un tango al pasar la frontera, las lágrimas llenaron mis ojos y el pulso comenzó a latir fuerte. Mi corazón destrozado entraba de nuevo en cortocircuito. Volvía de un largo exilio. Todos vuelven, alguna vez, por la ruta del recuerdo.


* Todos vuelven, vals de César Miró
La vida o el destino a veces nos hace alejarnos de los nuestros y de nuestra patria, pero todos, ya sea de una u otra manera, volvemos a ellos aunque sea en pensamiento. "Todos Vuelven" dice una canción peruana muy significativa y julio, mes de la patria, nos hace volver los ojos al Perú, nos hace volver en pensamiento a nuestras raíces, volver a nuestro barrio donde transcurrió nuestra infancia alegre e inocente, volver a recordar nuestras costumbres y tradiciones, pero sobre todo, volver a tararear nuestras canciones peruanas más significativas; aquellas que han calado muy hondo dentro del pueblo peruano y que se convirtieron en una especie de himno para todos.
El vals "Todos Vuelven" de César Miró es una de esas canciones-himnos que se metieron en el corazón del pueblo y que los que viven fuera del Perú la sienten más ya que fue creada para los inmigrantes y es una especie de himno del peruano en tierras lejanas. "Todos Vuelven" es un verdadero poema de amor a la tierra lejana que fue escrita por un poeta, escritor, intelectual, periodista y amante de nuestra música criolla como lo fue César Miró.
César Alfredo Miró Quesada Bahamonde nació el 7 de junio de 1907 en el distrito de Miraflores, Lima. Estudió en los colegios San Agustín y La Inmaculada escapándose de clases de éste último para irse a la Biblioteca Nacional a sumergirse entre los libros de aquel templo del saber. Cuando tenía 15 años publicó el periódico escolar "Relámpago" y poco tiempo después publicaría sus primeros poemas en la revista "Amauta".
Fue amigo de José Carlos Mariátegui aunque solamente conversaba con él sobre arte y literatura ya que no simpatizaba con sus ideas políticas. A pesar de ello, un día de mayo de 1927 fue detenido y llevado preso a la Isla San Lorenzo junto a Jorge Basadre acusados de urdir un complot contra el presidente Leguía. Allí pasaría su cumpleaños y luego de un mes fue deportado, al igual que Basadre, a Montevideo. Basadre contaría después que dicho complot nunca existió.
Cuando estudiaba en París, en 1929, conoció a César Vallejo con quien se hizo gran amigo. En 1932 formó el trío "Sudamericano" integrado por Miró, Calonge y Castillo, pero después de una gira por Chile el trío se desintegró. En 1936 escribe los versos del vals "Se va la Paloma" que con música de Filomeno Ormeño rinde homenaje a la tradicional Procesión de la Virgen del Carmen de Lima.
Estando en Los Angeles, Estados Unidos, recibió una oferta para filmar una película que describa y muestre el sentimiento de los latinoamericanos, viviendo en EE.UU., por retornar a la tierra amada. La película se llamaría "Gitanos en Hollywood" y Miró estaba a cargo de elaborar el guión, pero cuando ya había empezado ha elaborarlo el empresario que iba a financiar la película se desanimó de llevarla a cabo. Para ese entonces, César Miró ya había escrito los versos de una canción para la película aquella y al regresar a Lima le dio ritmo de vals. En 1941, Jesús Vásquez estrenó dicha canción y desde que empezó a cantar los primeros versos de la misma, se supo que se había escrito una nueva página gloriosa para la canción criolla... "Todos vuelven a la tierra en que nacieron, / al embrujo incomparable de su sol, / todos vuelven al rincón donde vivieron, / donde acaso floreció más de un amor..."
Por esas cosas del destino, el tondero "Malabrigo" nació cuando con José María Arguedas querían filmar una película que retrate la vida de los pescadores así que buscando el puerto adecuado para ello llegaron a Malabrigo. Esta película tampoco se filmó, pero había nacido ya un poema al puerto aquel que con música de Alcides Carreño engrandecería nuestro cancionero popular.
En una entrevista que le hizo Julio Villanueva en El Comercio del 7 de junio de 1997, con motivo de cumplir 90 años de edad, César Miró contó que las malas lenguas decían que se había recortado el apellido como un acto de rebeldía contra su familia, lo cual era falso. En Estados Unidos solían llamarlo "Mister Quesada" así que cansado de que lo llamaran de esa manera se hizo llamar solamente César Miró y así empezó a firmar sus artículos en El Comercio.
Estando en México solía cantar "Todos Vuelven" con amigos peruanos y terminaban llorando. No se explicaba como fue que pudo tocar el sentimiento de la tierra lejana sin proponérselo. Los peruanos viviendo fuera del Perú si lo saben.
A César Miró no le gustaba el desarreglo que Rubén Blades le hizo a "Todos Vuelven", así que cuando en una oportunidad, en Lima, Blades le dijo que lo disculpara por haberle hecho algunos cambios a la letra y el ritmo, César Miró le dijo que no se preocupara que ya después el pueblo iba a cambiar lo que Blades había hecho.
Fue el recopilador y prologuista de la primera edición de "Poesías Completas de César Vallejo", publicada por la edición Losada de Buenos Aires. Escribió novela, cuento, teatro, ensayo y poesía. Trabajó en radio y televisión demostrando ser un gran comunicador. Fue Presidente Vitalicio de la APDAYC, miembro de la Academia Peruana de la Lengua y de la Sociedad Bolivariana. También fue embajador del Perú en la Unesco y Premio Nacional de Cultura.
César Miró falleció a las 6 p.m. del 8 de noviembre de 1999, a la edad de 92 años. Su velorio fue en privado, como fue su deseo, por ello tal vez muchos no pudieron llorarlo a la hora de su muerte. Pero en algún rincón del mundo no faltará algún peruano que llore al entonar "Todos Vuelven", que es una especie de himno de amor al terruño.

Todos Vuelven
(Vals Peruano)
Letra y Música de César Miró

Todos vuelven a la tierra en que nacieron,
al embrujo incomparable de su sol,
todos vuelven al rincón donde vivieron,
donde acaso floreció más de un amor.
Bajo el árbol solitario del silencio,
cuántas veces nos ponemos a soñar,
todos vuelven por la ruta del recuerdo,
pero el tiempo del amor no vuelve más.

El aire que trae en sus manos
la flor del pasado, su aroma de ayer,
nos dice muy quedo al oído
su canto aprendido del atardecer.

Nos dice su voz misteriosa,
de nardo y de rosa, de luna y de miel,
que es santo el amor de la tierra,
que es triste la ausencia que deja el ayer.
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1 comentario:

NHG dijo...

Maravilloso texto! Una joya.