sábado, 23 de febrero de 2008

Obituario de teatro 3

Buenos Aires, martes 22 de agosto de 2000.

(in memorian)
¡Ay, Lola!

Dos palabras. Sólo dos palabras sobre ella. Lola Vilar. Traté de sentirme triste, dolido, compungido como decían las noticias —a veces muy escuetas, demasiado cortas— que aparecieron en los resúmenes de algunos diarios limeños en Internet, la noche del domingo. Y no pude. No por falta de cariño, ni respeto. Sino porque, a pesar del primer golpe que me dejó sin aliento, aturdido en el tiempo y la distancia, para algo muy íntimo dentro de mí, Lola llenó siempre su entorno de alegría.
No soy quien para rendir póstumo homenaje. Apenas fui su compañero de tablas en dos oportunidades, invitado a su programa de televisión un par de veces, y comensal en la mesa de su casa algunas veces. Y de eso quiero hablar. Contarle a quienes puedan leer estas líneas, qué cosas vi, compartí y aprendí de esa mujer de más de un metro ochenta de estatura. Así era Lola, alta, grande, enorme. Pero no sólo con su físico. También con su afecto, con sus opiniones, era generosa. Tuvo una virtud actoral poco común. Nadie pudo, como ella, hacer del “aparte”(esa triquiñuela teatral donde el oficiante le habla al público) una poderosa herramienta de comunicación, que integraba a los espectadores en cada función, provocando complicidades que terminaban en ovaciones. Leí su historial, hecho de apuros y demasiados recortes, donde se omitió esto que fue su muletilla principal, el contacto persona a persona que Lola establecía con cada espectador. Por eso quiero, si se me permite, hacer referencia en sólo dos palabras, cuando Horacio Paredes la convoca al Teatro Montecarlo, a fines de los ’80, para que protagonice “Hello Dolly”. Esta obra de Thorton Wilder es la historia de una madame que regenteó un burdel en sus mocedades, y que a la vuelta de los años regresa al pequeño pueblo de Yonkers a fines del siglo antepasado. Allí traba relación casual con un enamoradizo joven que disputa los amores de una casi niña, hija única del señor del pueblo, pacato, autoritario y mandón. Y decide convertirse en una especie de Celestina; aprovechando su experiencia y antiguas dotes, engatusa al malhumorado padre, y con no cierto encanto y mucha audacia, trama un viaje a la gran ciudad donde será recibida como la reina que alguna vez fue, y llevando al viejo toro a sus terrenos, pica justo, pone banderillas al romance y estoquea por todo lo alto. Faena completa, diría la diva.
La dupla Vilar-Paredes debía competir con otra de muchos títulos y diplomas: Barbra Streisand y Gene Kelly. Para eso, contrataron a un coreógrafo limeño poco conocido en el extranjero, Coco McBride, que tuvo el talento suficiente, y el coraje necesario para hacer bailar y cantar, no solo a Lola, sino a Carlitos Cano, bailar a la cantante Úrsula Bryce al ritmo de profesionales del Municipal, y poner en siete coreografías, dos de ellas como figura central, a la madera andante del que suscribe. Y la impulsora de esto fue Lola desde un principio. Ella estuvo en los casting de selección, dando el visto bueno de cada uno de los más de 300 aspirantes que se presentaron. Ella dio el sí para que yo fuese su partenaire, La Lola, ¡ay, Lola!, llegaba antes que nadie a los ensayos diarios por la tarde temprano, y se iba última, después de varias horas de escenario a toda máquina, junto a chiquillos y chiquillas que podrían ser sus hijos y algunos hasta sus nietos. Y así los trataba ella. Como sus hijos, rigurosa, atenta, marcando los límites y los caminos. Pero llena de ternura como si fueran nietos. Jamás puso diferencias entre ella y los otros. Eran sus pares, sus iguales, sus compañeros. Por eso estuvo junto a ellos cuando hubo reclamos de aumentos de sueldo, y con ellos viajó a Chile en una gira que casi no tocó Santiago, cambiándose sus ropas todos juntos en un mismo camarín del teatrillo del pueblo algunas veces y compartiendo tapers junto al micro cuando no hubo restaurante abierto. Así era Lola. La Vilar, la que su camarín del Montecarlo era el paradero obligado del que llegaba para hacer la función todas las noches. Allí, siempre había algo más que té y galletitas y fotos pegadas en todas las paredes. Había calor. Había familia. Para muchos de nosotros eso era impagable. Porque éramos exiliados algunos, huérfanos otros y también algún escapado. De la soledad, de la discriminación social o racial, de la pobreza, o vaya uno a saber de qué. De algo, ¡siempre hay algo en alguna parte que nos separa! Lola, ¡ay, Lola!, era lo que nos unía. Miraba fijo a los ojos, hablaba fuerte y claro. Sabía cómo decirte cosas agradables al oído o soltarte cuatro verdades. Pero, y por esto la queremos tanto, siempre supo optar. Por la amistad, por la caricia, por el arreglo, por saber escuchar a gente tan distinta y poder estar al nivel de todos. He sido testigo de chicos que le hablaban como a un pata, abstrayéndose de que tenían delante a cincuenta años de experiencia escénica, a una gran actriz que había trabajado con importantes actores de todo el mundo, pisado escenarios inimaginables y guardado, para cuando se debe, los méritos de haber sido designada embajadora oficial de la Cultura por los reyes de España. Así era Lola, ¡ay, Lola!, así es y seguirá siendo para todos lo que pudimos compartir espacios con ella. Y hablo no sólo de gente de teatro, la televisión, el cine o la radio. Sino del público.
Fue el público, su público, el que la siguió de sala en sala, de obra en obra, porque ella le daba lo que querían: reconocimiento. Recuerdo muchas funciones —y sólo con “Dolly” hicimos más de 200— en las que, por ejemplo, detenía la función porque el público, familiar, bullicioso, entraba tarde o haciendo ruido. Entonces Lola se paraba y decía: “Adelante, adelante, vengan aquí que todavía hay lugar, los estábamos esperando a ustedes, sí, a usted señora y ti también. ¿Qué les pasó? ¿No los dejaban entrar...? Ah, ¡ya sé! Qué torpe, perdón pero no había reparado que vienen desde Comas y queda lejos. Pero no se preocupen, que no se van a perder nada. Ahora mismo volvemos a empezar y... ¡listo! Eso sí, nos callamos todos y ¡vamos de vuelta!”. Y el teatro se venía abajo. Luego el silencio era total, salvo para festejar con aplausos otras ocurrencias. Como cuando, aquella vez, en mitad de la obra, vio que un actor principiante vaciló en su parlamento (furcio, diríamos los actores), entonces paró el espectáculo y lo encaró: “...tranquilo, hijo. Ya sé que esto es difícil..., la ropa, el decorado, las luces..., te olvidaste la letra, el público expectante y, para colmo, entro yo... Está bien, relájate... Respira hondo, nada malo te va a pasar, ni a ti ni a tu personaje, calma, tranquilo... somos todos tus amigos... Mira a esa gente bella allí sentada, viéndote a ti, esperando que hagas y digas con presteza, cientos de pares de ojos, de corazones están aguardándote... y ¡zas!, te quedas mudo ...y ahora tiemblas como una hoja..., pero mira esa transpiración... (mirando al público) ¿verdad que ustedes no le van a hacer daño? (todos: ¡Noooooo!) ¿Ves? Ellos te quieren... (al público) ¿verdad que lo quieren y lo van a ayudar? (todos: ¡Síííííííííí!) Bueno..., ¡ale!, empecemos la escena de nuevo, tú vienes de allí y dices... (el principiante dice lo suyo al borde del colapso) ¡No!... pero con ganas, con emoción sincera..., a ver... ¿vamos de nuevo? (El actor pone énfasis, estallan aplausos en la platea. Lola, ¡ay!, Lola) ¡Eso, así se hace... y sigamos adelante...”.
O cuando aquella vez que escuchó murmullos en la sala y dijo a todos: “...parece que al público no le gustó esta escena..., tal vez debiéramos hacerla otra vez o de otra manera”. Y así fue... hubo que hacerla distinto (y el público aprobó el cambio). Sólo ella podía hacer esas cosas. Sólo ella las hizo. Y las hizo siempre. Por eso la gente la seguía. Como sigue a los mejores, a los líderes, a los únicos, a esos que pueden hacer camino al andar, los que marcan rumbos, los grandes en serio. Guste a muchos y a otros no.
Ésa fue la primera vez que trabajé con Lola. La segunda fue en 1992, poco tiempo antes de mi viaje. Aprobado en castidad se llamó la obra del hijo de Ibánez Menta, Ignacio “Chicho” Serrador, que firmó con el seudónimo de Luis Peñafiel. Eran los pininos actorales de Leonardito Torres Vilar. Nos hicimos con Lola promesas de encarar proyectos juntos a mi regreso. ¡Ay, Lola!, todavía no regresé. Te extraño. Todos te extrañamos mucho. Te vamos a extrañar siempre. Los actores, el público, los que compartimos tu mesa en esa casa generosa, donde tu Natalia, tu Leíto y ese compañero de tantos años, Leonardo Torres, supieron tener siempre las puertas abiertas, la sonrisa franca y la mano tendida. Allí donde se tejieron elencos, programas y propuestas, reinó la alegría. Esa misma que nos diste, y que hoy me invade con renovadas fuerzas. Por eso digo que no puedo estar triste. No sé, no me sale. Creo que en mi lugar tu harías lo mismo: “¡Qué es eso!, ale..., que la vida sigue... que los otros quedan y nos necesitan...
¡Vamos, arriba esas caras! La vida..., la vida es... es hermosa como dos palabras”. Lola... Lola Vilar. ¡Ay, Lola!

Gustavo Mac Lennan
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