sábado, 23 de febrero de 2008

El cuerpo en escena

El cuerpo en escena
(GMcL, 15/9/07)

El cuerpo lo es todo en el teatro, sobre todo el cuerpo vivo. La presencia del actor vivo frente al espectador es el sino del teatro. Pero no siempre fue así.
En sus comienzos –si tomamos el teatro griego como algún comienzo– el actor ocultó su cuerpo debajo de grandes togas, zapatos (coturnos) y máscaras (personæ, de allí el nombre de personaje, disfraz detrás de cual se resguarda el actor/actriz).
Hay quien dirá que en los grandes escenarios griegos –de día y al aire libre–, en sus anfiteatros, había que agrandar el cuerpo con grandes vestimentas, y las máscaras cumplían el rol de amplificadores de la voz. Además, esas vestimentas ponían la diferencia entre los oficiantes y las personas comunes. Así aparecían en escena los dioses y semidioses, las musas y titanes que ocupaban los cielos del Olimpo para con grandes voces decir verdades universales y los pobres humanos trayendo sus simplezas.
Pero si vamos más atrás, veremos que los humanos ocultaron su cuerpo, el verdadero, detrás de pieles, cuernos y ramas: así se camuflaban no sólo en las cacerías ancestrales sino en los actos y bailes públicos. Incluso los sacerdotes ocultaron el cuerpo detrás de imágenes animales como en Egipto o, como en el Perú de hace 10.000 años, hablaban desde los templos con los fieles a través de largas cañerías para que se escucharan sus pedidos y amenazas, pero no se les viera sus cuerpos.
Ya más cerca de nosotros, el cuerpo comenzó a descubrirse. Los escotes de las mujeres, las pelucas y maquillajes de los hombres en las cortes y hasta un rey francés hizo gala de su habilidad como bailarín clásico. La exaltación del cuerpo estaba en su apogeo. Recordemos que algún tiempo antes estaba prohibido por la Santa Iglesia mostrar partes descubiertas del cuerpo humano que no fueran cara, manos y pies. Pasó mucho tiempo antes que apareciera el cuerpo de Jesús en pinturas o el martirio de San Sebastián.
De hecho toda vestimenta sirve para esconder –y deformar– al cuerpo. Pareciera que no hay tal cosa como el cuerpo natural (desde aquel ominoso día en el Paraíso con cuatro originales desnudos: Eva, Adán, la serpiente y la manzana).
Pero volviendo al teatro, el cuerpo se adueñó de la escena. Desde la Comedia del Arte hasta el realismo y el psicologismo. Y también por encima o fuera de estos estilos. Artaud y Deleuze han trabajado en profundidad sobre ello. No sólo en la exaltación sino también en su escarnio, uso y configuración.
Pero el cuerpo, como la vida, cambia, y cambia su representación y percepción.
Mucho más cerca de nosotros, a principios del siglo XX, el cuerpo deja de ser una totalidad en escena, y Gordon Craig crea el actor títere o marioneta. En muchas de sus representaciones, los actores apenas si mostraban una mano, un brazo o parte del pie detrás de bastidores. El cuerpo humano era sólo parte de la escena; y como tal aparecía: compartido, partido (o despedazado). En esos años otras experiencias le daban al cuerpo características extraordinarias, actores que volaban, se deslizaban con roldanas y aparejos (como se puede ver hoy en Le Cirque du Soleil o el local De la Guarda). Nada es nuevo en el teatro.
Los actores no sólo salían a escena: se salían de la escena (o del escenario) invadiendo plateas y creando lugares nuevos de representación. Hoy las “performance”, las “instalaciones”, los espectáculos en lugares no convencionales son moneda común. El subterráneo, edificios abandonados, ómnibus, la propia casa de uno pueden ser lugar de representaciones teatrales. Las plateas ya no son estáticas sino dinámicas. Muchas veces los espectadores deben desplazarse por ámbitos cerrados o abiertos, de día y de noche siguiendo la escena.
El fenómeno no sólo sucede en el teatro: el cine y la televisión proponen otros usos del cuerpo humano. En el caso del cine se agregan olores (un sentido más a los de la vista y el oído) y la posibilidad de cambiar ya no sólo finales sino escenas completas.
La TV viene a paso de vencedores: el cuerpo no sólo ha crecido, sino que el mostrarlo como vino al mundo es moneda corriente. Antes, por la pequeña dimensión de su pantalla, la TV se centraba en la cabeza de la gente (actores, periodistas, locutores, animadores, entrevistados). En algún mágico momento ya no era necesario subir las manos hasta la cara para que se vean en pantalla; la cámara comenzó a buscar otras partes del cuerpo: brazos, piernas, senos, hasta “bailando por un caño”. Y aquí comienza lo que denomino “el efecto Madonna”: poner afuera lo que está adentro, oculto o privado. La TV es ahora una feroz cámara indiscreta que muestra todo. Sobre todo mujeres vistosas en portaligas, travestis y hombres feos, barbudos y deformados. El cuerpo pasó a ser, así, como en los antiguos circos: bellas trapecistas y feos payasos. Mujeres de toda edad capaces de sacarse hasta el alma por ’’30 de fama. Hombres que se babean y asustan por torpes. Y la TV manda. Define –a pesar de su baja definición– los parámetros de la percepción, al punto que “lo que no aparece en TV no existe”. Hoy no sabemos con certeza si en un noticiario el entrevistado llora porque está dolido, o porque está en TV. La “caja boba” ya no es tan boba. Al mostrar el cuerpo entero, sin haber modificado el tamaño de los televisores, lo que ha hecho es achicar todo. Poner todo en un mismo nivel: enano, esquizofrénico, a ras del suelo. Y todos seguimos estos nuevos parámetros. Ya no somos ni niños, ni adultos, ni ancianos: sólo pequeños títeres dentro de una pequeña pantalla.
Esto es en sí una definición de vida. Somos imágenes descartables; valemos por lo que mostramos: poco. Podemos matar miles de personas con sólo apagar la TV.
Parece que nuestras sociedades, a pesar del tiempo tienen poco respeto por el cuerpo. Nunca como ahora hombres y mujeres hacen tanto por transformarlo: liftings, acoples, pelos, implantes, cirugías, tratan de mostrar cuerpos distintos del original; y cuando pasan los años esto se acentúa (a pesar de los malos resultados, aun en la diva Susana Giménez, cada vez más bonita pero más gorda).
Todo parece comenzar con el estadio del espejo. Cuando el humano nace, es prematuro: el bebé nace desintegrado, sólo ve lo que se lo pone delante, sobre todo su madre. Y eso piensa que es: su madre, hasta que se mira al espejo y ve otra imagen. Imagen que no le gusta para nada, porque no la entiende. Él quiere sólo la teta (más que su leche), los mimos y caricias de la madre. Pero este espejismo dura poco. Debe comenzar el verdadero trabajo de parto: constituirse en un cuerpo propio, integrarse. Este camino está lleno de dificultades: su cuerpo cambia, su altura cambia, ya no está todo el tiempo echado, sino que puede ponerse en cuclillas y hasta de pie. Para colmo, la madre ya no le hace tanto caso, tiene a otro (o a otros). Entonces comienza un verdadero vía crucis: su cuerpo, ese que tanto le ha costado entender y aceptar comienza a modificarse, y las modificaciones son muchas veces muy fuertes. No sólo le crecen cosas, sino que cambian los pelos, los olores y hasta la voz. El pobre humano lucha afanosamente por conservar el cuerpo original, pero pierde en el intento.
Y algo parecido nos sucede en escena. El cuerpo ha sido tratado de muy diferentes formas en todas las épocas. Se ha presentado de mil maneras; desde la proporción áurea de Luca Pacioli (matemático del Renacimiento que la llamaba la divina proporción, Leonardo Da Vinci sección áurea y el astrónomo alemán Johannes Kepler la usó como ejemplo para demostrar que era, junto al Teorema de Pitágoras, las dos cosas más perfectas del universo).

Sin embargo el cuerpo entró y salió de escena de muchas maneras: fue protagonista, deuteragonista, antagonista, hizo bolos e incluso fue extra (alcanzó, en algunos momentos, a ser echado sin contemplaciones). Obras a telón cerrado, a oscuras, por Internet, imágenes electrónicas inundan los escenarios. El mundo virtual desplaza sin miramientos al mundo real. Para algunos, esto no es más que parte de esa loca carrera por integrarnos, aunque al final del camino, como a Caperucita Roja, la espere el feroz lobo. No hay piedad para Hamlet, rezaba el título de una obra de Mario Trejo y Alberto Vanasco, puesta por grupo Teatro de la Peste allá por 1965 en Baires.
¿Seguiremos negando el cuerpo en este siglo XXI que recién comienza? ¿Cuál será el nuevo escenario? ¿Volverá el cuerpo a la escena?


Gustavo Mac Lennan, actor

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